Pinochet, dictadura y neoliberalismo

Roberto Garretón Merino, abogado chileno defensor de los Derechos Humanos, in memoriam

 

En este 11 de septiembre de 2023 se han cumplido 50 años del golpe de Estado que en Chile puso fin al gobierno constitucional de Salvador Allende e instauró la dictadura de Augusto Pinochet. Esta dictadura pudo mantenerse durante 17 años gracias al terrorismo de Estado. Fue un período en el que las fuerzas armadas chilenas cometieron impunemente toda clase de crímenes contra la humanidad. De forma generalizada y sistemática ase- sinaron, forzaron desapariciones, torturaron, agredieron sexualmente y privaron de libertad a miles de chilenos –hombres y mujeres, mayores y menores de edad– con el silencio voluntario de la prensa chilena, la complicidad omisiva de los jueces chi- lenos y el apoyo del gobierno de Estados Unidos de Norteamérica. En el plano interno fue la respuesta violenta de la minoría civil que no fue ajena al golpe, en la que se concentraba la riqueza y que veía como las políticas de redistribución del gobierno de Salvador Allende ponían en riesgo su posición de privilegio económico y político.

Cuando Salvador Allende asumió la Presidencia de la República de Chile en noviembre de 1970 después de haber sido elegido democráticamente con el apoyo de la Unidad Popular –una coalición de partidos de izquierda–, la economía chilena se caracterizaba por una creciente concen- tración de la riqueza y una desequilibrada distribución del ingreso. En efecto, en esos años todos los sectores económicos estaban controlados por pocas empresas y en la distribución del ingreso el 10% más pobre percibía un ingreso que correspondía al 1,45% del ingreso total en circunstancias que el 10% más rico captaba el 40,23%. La mitad más pobre de la población, según la economista K. Lambrecht de la Universidad de Chile, absorbía un 17% de la riqueza y la mitad más rica un 83%.

La concentración de la riqueza había dado lugar a unas consecuencias no sólo económicas sino también políticas y sociales incompatibles con una sociedad democrática. Por una parte, a un poder económico que tenía estrechas vinculaciones con el poder político y, por la otra, a una creciente desigualdad social entre una minoría acomodada y una mayoría que con dificultad podía satisfacer sus necesidades básicas y que afectada en su dignidad también era víctima de un aporofóbico maltrato social. Al mantenimiento de esta desigualdad contribuían los altos índices de paro, la inestabilidad laboral y los bajos ingresos de los que tenían un contrato de trabajo. Esta situación repercutía en el mercado, en particular en los patrones de oferta, que estaban condicionados por la diferente capacidad de consumo de las personas según formaran parte de la minoría más rica o de la mayoría más pobre.

 

Cuarenta medidas de emergencia

En el programa de gobierno de la Unidad Popular se apreciaba el firme propósito de romper el vínculo del poder económico con el poder político y de crear las condiciones que pusieran fin a la desigualdad social, de mejorar las condiciones de vida de una mayoría económica y socialmente marginada. Muchos de los que formaban parte esa mayoría carecían de estabilidad laboral y vivían en condiciones de extrema pobreza en la periferia de las grandes ciudades en casas construidas con desechos. No tenían asistencia sanitaria y sus hijos menores sobrevivían mal alimentados y sin escolarizarse.

Para el gobierno de Salvador Allende era una prioridad que esa mayoría marginada se integrara socialmente y que se le reconociera su dignidad a menudo lesionada por un trato ofensivo. Con esta perspectiva, en el programa de gobierno se preveían políticas económicas que en el medio y largo plazo deberían atenuar o poner fin a las desigualdades y también facilitar la integración social de la mayoría marginada. 

En lo inmediato y ante la gravedad de la situación, no obstante, el gobierno anunció 40 medidas que tomaría de forma urgente. Muchas de esas medidas hoy pueden parecer ingenuas y quizá populistas, pero, si se encuadran en el contexto social y económico del Chile de 1970 se podrá comprobar que no lo son y que tienen mucho sentido. 

Entre esas medidas urgentes se contaba, por ejemplo, el compromiso de revisar el sistema previsional chileno para asegurar retiros dignos para todos, así como el de construir viviendas en urbanizaciones con luz y agua potable y también de asegurar a todos el acceso a la educación y a la sanidad. En especial destacan aquellas cuyos beneficiarios son los menores y entre ellas la medida que aseguraba una ración de medio litro de leche diario para cada niño que se complementaba con otra para mejorar la alimentación de los niños en edad escolar. Para valorar la importancia y urgencia de esta medida en concreto debe tomarse en cuenta que en esa época más de 80 niños de cada mil nacidos vivos morían antes de haber cumplido un año y que alrededor del 20% de la población total sufría de desnutrición infantil. El gobierno ante este problema aseguró una ración diaria de leche a todos los niños, a las madres gestantes y a las embarazadas. En el año 1973, el último año del gobierno de Allende, más de 3 millones de niños y más de 600.000 mujeres que estaban embarazadas o amamantando recibieron medio litro de leche diario al mismo tiempo que en las escuelas miles de niños recibieron desayunos y almuerzos.

El gobierno de la Unidad Popular entendía que la fuerza dinamizadora de la economía estaba en los trabajadores y que era función del gobierno procurar su bienestar y el de sus familias asegurándoles como un derecho la retribución con salarios justos, la vivienda, la salud y la educación, así como unas condiciones de retiro dignas al finalizar su vida laboral. Este enfoque cambió bruscamente con el golpe de Estado. En materia económica el régimen militar, de acuerdo con el neoliberalismo de la Escuela de Chicago más ortodoxo, dirigió sus acciones de gobierno a crear las condiciones para que fuera la empresa privada en un contexto de libre mercado la que se constituyera como fuerza económica creadora de riqueza e impulsadora de la actividad económica. La acción del Estado debía reducirse exclusivamente a su aspecto coactivo para crear y mantener las condiciones que permitieran en un mercado libre el juego de la oferta y la demanda. Se suprimieron los sindicatos, y la huelga, de ser considerada un derecho como en toda sociedad democrática, pasó a ser una actividad subversiva y como tal prohibida. La libertad de expresión fue considerada un libertinaje. El régimen militar ejerció un férreo control sobre los medios de comunicación. Se privatizaron empresas públicas y también se facilitó, con la reducción de la oferta pública, que el sector privado pudiera ofrecer asistencia sanitaria y educacional.

 

Derecha con sangre entra

El golpe de Estado y el mantenimiento de un régimen de terror durante los años de la dictadura fueron los pasos previos necesarios, de otro modo no hubiera sido posible, para que un programa económico como el chileno fundado en el neoliberalismo más ortodoxo pudiera imponerse y desarrollarse en los años que siguieron al golpe militar. Para ello eran necesarias unas condiciones de control social extremas incompatibles con los derechos y libertades que definen una democracia. Los asesinatos, las desapariciones forzadas, las torturas y las prisiones arbitrarias de los demócratas opositores para los neoliberales chilenos eran un mal necesario para poder desarrollar un modelo económico que a su entender en el mediano y largo plazo sería beneficioso para todos los chilenos.

De esta manera, el sangriento golpe militar de Pinochet contra el gobierno democrático de Salvador Allende y la doctrina neoliberal se complementaron. El neoliberalismo chileno apareció como una doctrina socialmente útil que legitimó por necesario el terrorismo de Estado pinochetista para poder imponer y desarrollar un modelo económico que a su entender era socialmente beneficioso. El neoliberalismo desde esta perspectiva proporcionó con una falsa apariencia de realidad, una justificación racional a algo que era irracional por naturaleza, a la violencia estatal, a algo que no había sido otra cosa que un golpe de Estado contra un régimen democrático. La irracionalidad del régimen de Pinochet se enmascaró con la supuesta utilidad de una ideología que se legitimaba por su supuesta capacidad de generar y garantizar justicia económica y crear riqueza.

 

Más riqueza, mayor desigualdad

Hoy después de 50 años del golpe de Estado, 17 años de dictadura y 33 años de democracia postdictatorial las estadísticas económicas demuestran que con la vigencia de un libre mercado neoliberal persisten la concentración de riqueza y los problemas asociados a ella. El poder político actúa condicionado por el poder económico y en mayor medida que en 1970 si tomamos en cuenta que en el mundo en general, también en Chile, hay hoy más riqueza. En el 1% más rico de Chile se concentra el 49,6% de la riqueza chilena. Este nivel de concentración de la riqueza chilena es mayor que el que es posible apreciar en otras economías más fuertes. Por ejemplo, el nivel de concentración en Brasil es de 48,9%, en México de 46,9% y en Estados Unidos de 34,9%. Por eso no puede sorprender, según nos informa la CEPAL, que 9 chilenos que se cuentan entre las grandes fortunas del mundo acumulen un patrimonio que equivale al 16,9% del PIB de Chile. 

Las metas de justicia social que se propuso Salvador Allende todavía están por alcanzarse. Después de 17 años de dictadura y de 33 años de democracia en que se han alternado gobiernos de izquierda y de derecha, la distancia entre ricos y pobres, con todas sus consecuencias, continúa. El efecto redistribuidor de la riqueza que anunciaba el neoliberalismo no se ha producido. Hay más riqueza, pero continúa concentrada. La minoría más rica capta el mayor porcentaje del ingreso y la mayoría de los salarios se mantienen en un nivel que no permite a un hogar cubrir sus necesidades básicas. Los 17 años de dictadura no han sido en vano para la derecha chilena. La vinculación del poder económico de la minoría con el poder político que salió fortalecida con la dictadura ha dificultado a los gobiernos progresistas la adopción de las medidas de redistribución del ingreso que son necesarias para que la mayoría económicamente desfavorecida pueda ver que las 40 medidas urgentes del programa de Allende y que al fin y al cabo no son otra cosa que derechos económicos, sociales y culturales reconocidos por el derecho internacional, no sean una meta por conseguir sino una realidad.

En este contexto, para lograr esa meta, entre otras cosas, el Estado chileno necesita obviamente contar con recursos, y la obtención de recursos implica recaudar, y recaudar implica la adopción y aplicación de una política tributaria que grave las grandes fortunas, que contemple un impuesto a la renta progresivo y medidas de control que dificulten la evasión, sin perjuicio de respuestas coercitivas rigurosas en caso de que la evasión se llegara a producir. A esa política tributaria el poder económico, que repite machaconamente que por el contrario hay que rebajar los impuestos, se opone.

 

 

Hernán Hormazábal Malarée, jurista, miembro del equipo del gobierno de Allende que trabajó en la nacionalización del crédito

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