Artículo publicado en el N.º779 (Ene-Feb 2020)
¿El atribulado lector no se siente a veces desorientado y afligido al contemplar lo que sucede a su alrededor en los asuntos de la res publica? ¿No se pierde en el laberinto de palabras que cambian su sentido según quién las dice o cuándo las dice? Si el Logos es el principal instrumento para guiar nuestra conducta y conocimiento, ¿cómo no extraviarnos cuando la palabra se torna veleta?
Algunos lo tienen muy claro, no hay dudas que valgan, un poder superior los guía y los ilumina: Dios, la patria, el pueblo o la bandera. Palabras contundentes. No dudan, no piensan: ergo no son. O son lo que ellos imaginan ser. Y construyen mitos, ficciones y quimeras, porque solo así pueden creerse lo que son o lo que no son. Para ellos, palabras como democracia o libertad significan una cosa. Para otros, estas mismas palabras significan otra cosa muy distinta, incluso lo contrario. Ya ve, el paciente lector, que ni la metafísica nos sirve de guía en este embrollo. Agustín de Hipona (uno de los antecesores del cogito ergo sum cartesiano) ya nos advirtió en su De Civitate Dei (Libro XI): ¿Y si te engañas? Pues, si me engaño, existo. El que no existe no puede engañarse, y por eso, si me engaño, existo.
Bien, pongamos que la necesidad de engañarnos es una tendencia innata del ser humano (solo Dios es infinitamente perfecto), entonces cabe preguntarse: ¿cómo podemos estar tan seguros de nuestros principios? O en otras palabras, ¿y si nadie de nosotros tuviera la plena razón? Entonces, ¿podemos verdaderamente confiar en nuestra razón o somos víctimas de nuestras quimeras? Y, sobre todo, ¿actúan nuestros gobernantes de acuerdo con la razón? ¿Podemos confiar en su palabra?
Ante semejante desconcierto recurro, un poco a la desesperada, al origen de la historia del pensamiento occidental en busca de un rayito de luz que me ilumine. Y, pensando en la gestión de la res publica, me topo con las virtudes cardinales. En la Grecia clásica aún se tenía plena confianza en la perfección del ser humano (¿qué habremos hecho la humanidad para perder esta confianza?). El hombre griego que practica la excelencia política, la areté, debe cultivar tres virtudes: Andreia (hombría o valentía), Sofrosine (la templanza o mesura), Dicaiosine (justicia). Digamos que lo de la hombría, en su sentido más literal, es un concepto un poco superado (no en balde los siglos progresan, aunque solo en algunos aspectos, pues en otros se estancan o retroceden). Entendamos pues aquí hombría como fortaleza: la firmeza o el coraje con que nos enfrentamos a las adversidades y defendemos nuestras ideas. La templanza es la mesura, el dominio de la voluntad sobre los instintos, el autocontrol que nos facilita relacionarnos con otras personas, incluso en situaciones de amenaza. Platón en su República añade una cuarta virtud: la prudencia. Ella nos permite actuar de forma adecuada y con cautela, respetando los sentimientos y libertades de otras personas. Nos ayuda a identificar y tomar las acciones correctas. Y, por encima de todo, está la justicia, la que nos permite respetar las ideas de los demás sin renunciar a las nuestras. Platón la considera una virtud “fundante y perseverante”, porque solo cuando comprendemos su significado podemos aspirar a las otras virtudes. La justicia es la virtud “total”, porque unifica y armoniza las otras virtudes.
También para Aristóteles la justicia (el acatamiento de las leyes y el respeto a los demás ciudadanos) es la virtud por excelencia. Sin embargo, para él la virtud clave está en la prudencia (phrónesis), porque a diferencia de las virtudes morales, esta tiene carácter intelectual, racional: es la que determina el justo término medio, dirige a todas las demás virtudes y es indispensable para la sabiduría (sophía). Es la racionalidad práctica, que se adquiere mediante la experiencia, y que permite sacar adelante proyectos, interactuar con los demás y alcanzar acuerdos en beneficio de la comunidad. La ética a Nicómaco es un canto a la moderación: el actuar del hombre recto debe estar regido por la prudencia, por la responsabilidad civil. Solo así el hombre, en cuanto ciudadano y “animal político” que vive en comunidad, puede defender el bien común, “deliberar rectamente sobre lo que es bueno y conveniente” y aspirar a la felicidad.
A lo largo de la historia un gran número de pensadores han reflexionado sobre la prudencia en su vertiente social o moral: recordemos a Epicuro, Cicerón, Tomás de Aquino, Erasmo, Maquiavelo, Montaigne o Kant, por solo citar a unos pocos. Séneca la describe como el recuerdo del pasado (memoria), la ordenación del presente (inteligencia) y la contemplación del futuro (providencia). La prudencia es una virtud primordial, en particular para los gobernantes y legisladores, indispensable para combatir la hibris, la desmesura, el acto de aspirar a más de lo que la realidad nos permite, y a la que los seres humanos, tan imperfectos, tendemos por naturaleza. Sus representaciones visuales han sido numerosas y variadas. En la Antigüedad solía presentarse con los atributos de Minerva o Atenea, la diosa de la sabiduría: la lechuza, el yelmo y, sobre todo, la serpiente (sed prudentes como las serpientes, dijo el evangelista Mateo). Más adelante se la identifica también, por su gran valor, con la luz o con algunas piedras preciosas, sobre todo el rubí. Pero también se muestra con otros atributos: el libro, en referencia a la sabiduría, y el espejo, porque el espejo no miente y refleja las cosas como son. Y a menudo se presenta con diferentes rostros en referencia al tiempo. Así la pintó Tiziano en su alegoría: tres caras (las tres edades del hombre) que miran en direcciones diferentes y representan el pasado (la memoria), la ordenación del presente (la inteligencia) y el futuro (la prevención).
Quizá hoy, sumidos como estamos en el desconcierto respecto a los asuntos de nuestra res publica, nos convenga detenernos un poco y, desde la moderación y la prudencia tan ensalzadas por los filósofos, cuestionar los credos y aplicar el pensamiento crítico. Porque solo este nos ayudará a combatir el engaño, las mentiras, la manipulación de las palabras, la distorsión de sus significados. Por cierto, otra bella palabra de origen griego: kritikós es aquel capaz de discernir, juzgar, decidir, en definitiva: separar la verdad del engaño. Quizá la metafísica no pueda auxiliarnos de inmediato en esta compleja tarea, pero sí el sentido común, un sentido íntimamente ligado a la prudencia.
La famosa Alegoría de la Prudencia de Tiziano viene acompañada de una inscripción en latín: Desde la experiencia del pasado, prudencia en los actos del presente, para no echar a perder los actos del futuro. La advertencia es clara. Aprendamos del pasado, meditemos sobre el futuro, cuestionemos el presente, actuemos con previsión y sentido común. El ejercicio constante de la Razón, esto nos enseña la Prudencia, esa dama lúcida e inteligente –con sus rubíes, sus libros, la poderosa serpiente enroscada en el brazo–, que hoy, atribulada y melancólica, se mira al espejo con los ojos vidriosos y deja escapar un profundo suspiro.