Cuando nos dicen que en la escuela “están apareciendo repetidos episodios de violencia, agresiones sexuales, acoso y ciberacoso, abandono escolar, suicidio…”, no podemos ignorar que todo esto tiene que ver, sobre todo, con los chicos. Lo que está por ver es si los chicos están fallando en la escuela o si es la escuela la que está fallando a los chicos.
Como en nuestros tiempos lo humano tiende a verse como una construcción social, lo que nos preguntamos ante una disfunción es cómo reparamos los desperfectos. Frente al Freud que sostenía que hay tres cosas imposibles: gobernar, curar y educar; nosotros hemos llegado a ver la misma infancia como una construcción social más. Esta fue la tesis de Philippe Ariès. Es cierto que nunca tuvo mucha credibilidad en el campo en que pugnaba por tenerla, el de la historia, pero a cambio se mantiene viva en las facultades de educación. Si fuera una construcción social, nada impediría repararla socialmente. Y es en este empeño donde escuchamos, de fondo, la carcajada de Freud.
Para reparar algo lo primero que hay que tener claro es su función. ¿Para qué sirve? ¿Tenemos clara la respuesta? La respuesta nos la ofreció la Comisión Europea cuando en febrero del 2021 anunció la creación de un Grupo de expertos con la misión de hallar “una definición” de lo que significa “educación y formación de calidad”. La convocatoria añadía que sin esta definición no parece posible “identificar las políticas de educación y formación más eficaces”. Quizás sea por la confusión sobre los fines por lo que nos empeñamos en buscar un terreno ideológicamente neutral en las nuevas tecnologías, en los discursos innovadores que sustituyen lo bueno por lo nuevo y en la mermelada sentimental.
Lo cierto es que los cimientos que venían sustentando nuestro sistema educativo, como el valor de la transmisión de lo mejor de nuestra herencia cultural, el fortalecimiento de la cultura común (que es lo que da sentido al civismo), la relevancia del conocimiento, etc., están siendo sustituidos por la convicción de que cada niño tiene su propio estilo de aprendizaje, sus necesidades individuales específicas, su zona de desarrollo próximo, sus emociones intransferibles, su necesidad de material diferenciado, su plan individualizado de aprendizaje… Es decir, la pedagogía se ha psicologizado al mismo tiempo que ha ido relegando lo republicano (lo común). Por alguna razón que se me escapa, hoy en España se cree más adecuado fomentar la pluralidad centrífuga de lo diverso que la unidad centrípeta de lo común (estoy pensando en el lema norteamericano «e pluribus unum«), como si fuera evidente que las diferencias entre las formas de aprender son mucho mayores que sus similitudes. Al mismo tiempo hemos ido depositando porciones crecientes de nuestro potencial cognitivo en las exomemorias (en Google, por ejemplo) y ahora, con la IA, en las exointeligencias.
Si partimos del supuesto de que la educación o la infancia son construcciones sociales, ¿por qué no encarar el hecho de que no sabemos cómo construirlas de manera eficiente? ¿Por qué no tomarnos en serio los hechos que ponen en cuestión nuestros supuestos? ¿No serán estas dificultades las señales de que, como advertía Horacio, “naturam expellas furca, tamen usque recurret” (por más que trates de expulsarla, la naturaleza siempre vuelve)?
Llevamos años introduciendo en los currículos escolares, con la mejor intención, la resolución de conflictos, la educación sexual, la inteligencia emocional, la formación en valores, el trabajo en equipo, etc., creyendo que de esta manera formaríamos a jóvenes más equilibrados y empáticos. Pero cuando los hechos impugnan nuestras premisas, buscamos al villano ad hoc que nos permita, a la vez, rasgarnos las vestiduras y continuar haciendo lo que hacíamos.
En los últimos años los villanos preferidos han sido las pantallas, incluyendo en ellas de manera protagonista la pornografía infantil. Algunos se llevan las manos a la cabeza porque nuestros adolescentes buscan en internet lo que los adolescentes de las generaciones pasadas buscábamos en los diccionarios: la satisfacción de una curiosidad natural (y no meramente construida). No niego que hay mucha distancia entre la información que proporcionaba un diccionario (que siempre apunta al concepto) y la del alud de imágenes que te vuelca encima la pantalla. ¿Pero no repetimos insistentemente que todo está en internet y que por eso mismo el concepto se ha quedado obsoleto?
Es obvio que no todo está en internet. No está, de hecho, lo principal: el criterio.
La escuela está hoy sometida a un bombardeo de buenas intenciones acríticas que, por ejemplo, creen que proporcionar a los niños educación sexual en edades en las que no sienten ninguna preocupación de carácter sexual es bueno. Les damos —creemos darles— una educación sexual preventiva. Pero mientras los adultos quieren creer que están hablando de “educación”, los adolescentes están oyendo hablar de “sexo”. Añadamos que muchas veces lo que en las escuelas se entiende como educación sexual está muy lejos de ser considerado como tal en las familias y, cuando esto ocurre, quien acaba perdiendo credibilidad es la escuela. Algo nos dice al respecto el continuo incremento del gasto en educación extraescolar de las familias.
Exponemos a nuestros adolescentes a un bombardeo constante de imágenes del deseo, convertidas ya en estrategia de márquetin. Pero, al mismo tiempo les pedimos a los adolescentes que gestionen de manera sensata el deseo cuya incentivación estamos provocando, olvidando el hecho elemental de que un adolescente, por naturaleza, tiene muchísima más energía que sentido común para gestionarla. ¿Tiene algo que ver en este olvido la ausencia de figuras masculinas en nuestros centros educativos que guarden memoria de que, por ejemplo, una erección imprevista no es una construcción social, sino un hecho biológico tan simple como perturbador? Si en algún campo la diferencia entre lo pensado y lo vivido es enorme es en el sexo.
En resumen, educamos en la estimulación intensiva de la espontaneidad y nos escandalizamos de que nuestros adolescentes no respeten el principio represor de la espontaneidad que hace posible la convivencia. Pero quizás no lo respetan porque nos negamos a presentarlo como lo que es, un principio represor que no puede ser reprimido.
Hay conductas que se educan mejor en la familia (otra construcción social, dicen) que en la escuela, por la sencilla razón de que en su seno el principio represor no necesita ocultarse. Hay cosas que los Fernández no hacemos. Y punto.
La escuela se está convirtiendo en una institución poco acogedora de la realidad del varón adolescente. ¡Si hasta se les dice que jugar a fútbol en el patio es sexista! A los chicos no se les perdona no ser chicas. Son castigados con mayor frecuencia, tienen más posibilidades de repetir curso, obtienen calificaciones más bajas, se les diagnostican trastornos por déficit de atención con hiperactividad (TDAH) cuatro veces más que a las chicas. Representan una mayor proporción de alumnos de bajo rendimiento y la mayoría de ese 20 por cierto de alumnos que termina su educación obligatoria con dificultades notables para comprender un texto escrito mínimamente complejo son chicos. La sobrecarga de energía de los niños, lejos de valorarse, se penaliza. Sabemos que a los chicos les cuesta más verbalizar sus emociones porque son reticentes a la transparencia psicológica y esto no indica menor inteligencia emocional, sino mayor pudor. Un pudor que comprendo muy bien.
Todo esto va asociado, inevitablemente, al abandono escolar.
Lo que significa ser chico en nuestras escuelas se comienza a poner claramente de manifiesto hacia los nueve años, cuando han de pasar de aprender a leer a aprender leyendo. Mientras las chicas, que suelen presentar una mayor maduración psicológica, experimentan sus capacidades, ellos chocan contra sus límites… El resultado es que a los 11 años, los chicos, de manera muy mayoritaria, dejan de leer.
Las mayores dificultades que los chicos suelen presentar provocan con cierta frecuencia una reducción de las expectativas que los profesores proyectan sobre ellos. De ahí que tengan también menos posibilidades de que las intervenciones pedagógicas los ayuden.
¿Es posible crear en nuestras escuelas una visión positiva de la masculinidad que entienda que la forma en que los niños experimentan el mundo no es una mera construcción social, que no obedece a la casualidad que sean más reticentes que las chicas a pensar sintiendo, o que les guste trabajar con objetos y vivir aventuras arriesgadas?
No, ser niño no es un síndrome.
Pero no busquen a Huckleberry Finn en las bibliotecas escolares estadounidenses. Lo han cancelado.
Gregorio Luri, filósofo, pedagogo y ensayista