La guerra es un monstruo que acaba cayendo sobre las cabezas de quienes la desencadenaron (y también de quienes la padecieron). Con la invasión de Ucrania, Vladimir Putin pretendía resucitar la Unión Soviética, pero, de momento, solo parece luchar por su propia supervivencia política. Creyó que Occidente quedaría paralizado ante su temeraria iniciativa poniendo en marcha una guerra energética, cambiando las reglas del juego del mercado de las materias primas y bloqueando la distribución alimentaria, pero infravaloró la capacidad de las democracias liberales para defender los principios de las relaciones internacionales. En este sentido, por el momento, el tirano de Moscú ha fracasado. Los malos augurios que anunciaban un terrible invierno con una Europa sin combustible tiritando de frío no se han cumplido, y tampoco ha podido evitar la exportación del grano ucraniano. Sin embargo, ha puesto en marcha una deriva que cambia el rumbo por el que el planeta encaraba el futuro.
Nada volverá a ser igual. Las estrategias rusas en los mercados agroalimentario y energético han tenido importantes efectos económicos y sociales en todo el mundo. En Europa surgen todo tipo de frentes internos producto de estas fricciones que suponen un importante desgaste y dificultan la acción gubernamental y los procesos de toma de decisiones. En todos los continentes surgen conflictos en lugares estratégicos donde los poderes locales dudan de sus viejas alianzas, y esta aceleración histórica no se ha detenido. No sabemos todavía cómo y cuándo aterrizaremos en un nuevo equilibrio, por precario que sea. Estamos pendientes de las inminentes ofensivas con que saludarán la primavera los dos bandos del escenario ucraniano para hacer nuevas predicciones o adivinar cuándo sería posible iniciar unas conversaciones que, al menos, detuvieran el conflicto bélico.
La visita por sorpresa del presidente norteamericano Joe Biden a Kiev, al cumplirse un año de la invasión rusa de Ucrania y justo al día siguiente de la clausura de la Conferencia de Seguridad de Múnich (la cita anual en la que desde 1963 políticos y militares toman el pulso de las tensiones geopolíticas) en la que Washington avisó seriamente a China de que no proporcionara ayuda militar a Rusia, parece asimismo querer recordar a los aliados europeos de la imperiosa necesidad de que no deben transigir ante Putin, algo que inmediatamente ha asumido el siempre conciliador Emmanuel Macron, para que sirva como referente y como aviso a los navegantes que desde Berlín siguen atrincherados en el plácido sueño de la pasividad de la guerra fría. Alemania, sin embargo, se enfrenta a una situación complicada y que, en cierto modo, beneficia a Estados Unidos. El Gobierno de Olaf Scholz, que contempla cómo los resultados del comercio exterior son deficitarios por primera vez desde la reunificación de 1990, necesita movilizar a los actores económicos para evitar una fuga de empresas, tentadas a trasladarse al otro lado del charco y beneficiarse de los precios de la energía y los incentivos puestos en marcha por la administración Biden, mientras lidera complejas negociaciones comerciales con China.
No es de extrañar que a algunos de quienes se reunieron en el abarrotado hotel Bayerischer Hof, donde se celebra la Conferencia de Seguridad, la música tuviera ecos de la que podría haber sonado en 1938, un año antes de que estallara la II Guerra Mundial, cuando la capital bávara acogió una conferencia de la que salió el infame Acuerdo de Múnich, por el que las potencias europeas entregaron el territorio de los Sudetes, en Checoslovaquia, a la Alemania nazi, creyendo que así aplacarían las ansias de poder de Adolf Hitler.
Andrew Michta, decano de la Facultad de Estudios Internacionales y de Seguridad del Centro Marshall, la institución organizadora de la conferencia, creada tras el peor conflicto que ha padecido la humanidad, escribía: “Todos sabemos que afuera se avecina una tormenta, pero aquí dentro del Bayerischer Hof todo parece normal y rutinario”. Para Europa, ese pequeño oasis de libertades y derechos garantizados, la posibilidad de abandonar a Ucrania es condenarse a sí misma. Si Putin se sale con la suya, ¿qué le impide hacer lo mismo con Moldavia, Georgia o los estados bálticos? ¿Y Pekín no podría verlo como una invitación para invadir Taiwán?
J.M. Martí Font, periodista y escritor
Imagen: Operación anti-terrorista en el este de Ucrania. Fotografía de Taras Gren bajo licencia Creative Commons.