El pasado no es, aprendemos aquí, propiedad del tiempo sino de la mirada. O, mejor, de lo que hacemos con la mirada, de cómo la desenterramos, le pasamos una escobilla, la agrupamos en series o piezas, la animamos a que imante los lugares. Somos lo que fuimos (un cuenco, un vaso, una estela, una lira, una jarra, una vulva, una sortija, un cuchillo) porque hay ojos en eso. Porque hay manos, cuerpo, lombrices, tierra, mariposas, aljibes, la nada, la tristeza, una luz oblicua. También corazones: “No hay tumba más profunda que el propio/ corazón”, “Tus labios/ y mis labios forman un/ corazón”, “vuelve// la punta de esa flecha hacia tu/ corazón”, “Con este/ corazón fundido/ te desposo”, “Un río sueña en un lugar oscuro/ de mi corazón”… Si lo eterno existiera estaría hecho añicos, y entonces la labor más urgente sería rescatarlo, anudándole un corazón, del desmembramiento. La gran poesía hace eso. Y esta lo es.