Artículo publicado en el n.º784 (Nov-Dic 2020)
Contra lo que el título pudiera indicar, no estamos ante un relato de terror. Más bien, este libro plantea un desafío a través de la cual el autor, Juan Pimentel, investigador del Instituto de Historia del CSIC, nos guía: la experiencia del duelo. ¿Es posible elevar la literatura científica, caracterizada por el afán de sistematicidad y, en algunos casos, el encorsetamiento, a una categoría que trascienda el género? Aquí reside el valor sustancial de Fantasmas de la ciencia española (Marcial Pons, 2020). La producción bibliográfica del mundo académico transita caminos determinados por las señales que emiten los sistemas de evaluación. Cada vez hay menos espacio para la creatividad, para arriesgar y proponer nuevas miradas a los objetos de estudio —a su vez, sujetos a modas—; y menos para dar a la imprenta —y lograr su publicación— un ensayo global, escrito con el rigor que solo la paciencia concede.
La inquietud nacida de la pregunta “¿hubo ciencia en España?” es el motor que mueve las páginas de este libro. Los ocho capítulos, que abarcan nada menos que desde el año 1513 hasta el 2013, agavillan respuestas que confluyen en un rotundo sí. Claro que la hubo, pero la marginación de la ciencia en la historia cultural de España, en su patrimonio, en fin, es un síntoma de un proceso mal digerido. Pimentel reivindica el legado de nombres del pasado colonial, como los de Francisco Hernández, primer español que dirigió una expedición científica al Nuevo Mundo; o el de José Celestino Mutis, que desempeñó una importante labor botánica en Colombia. Son recuerdos lejanos de épocas que marcaron el rumbo del país, abordados desde un punto de vista que rehúye el ya cansino debate sobre la leyenda negra.
Más cercanos en el tiempo, sobresalen nombres como el de Santiago Ramón y Cajal y Piedad de la Cierva. En el primer caso, hay ecuanimidad en considerarle como el gran héroe científico español, cuyo talento es proporcionalmente inverso a la dignidad con la que se ha tratado su legado material —basta decir que, en el año 2019, se descubrió parte de su herencia en el Rastro—. En el segundo, el autor construye la vibrante semblanza biográfica de una investigadora cuya carrera, a pesar de iniciarse desde una posición privilegiada, no estuvo exenta de zancadillas. Gran mérito de Pimentel el de no quedarse en la capa más superficial de los repetidos nombres masculinos en la aparente primera línea de la ciencia.
La estructura del libro, probablemente el aspecto más original, va encauzando la catarsis. Juan Pimentel se sirve de una voluminosa cantidad de imágenes. No son un simple atrezzo para aligerar el contenido de la obra: la colección es agradable, pero, por otro lado, ¿acaso los hechos traumáticos no superados no atormentan con su presencia intermitente cuando estamos realizando las tareas más cotidianas? “Las imágenes traicionan, los mapas también”, afirma Pimentel.
Hay una cita en el libro que me parece sumamente interesante, de Jack Goody, que expresa que no solo los vivos, sino también los muertos, reciben flores. El respeto que encierra ese acto melancólico subyace en las páginas de este ensayo. El libro de Juan Pimentel nos enseña, además, que solo cerrando el pasado dignamente podremos avanzar.
Por Sofía González Gómez