Texto publicado en el n.º779 (Ene-Feb 2020)
Tengo presente el último libro de Javier Gomá, Dignidad (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2019), en el que se dice que es un escándalo que, a lo largo de casi tres mil años, a ningún filósofo se le haya ocurrido hablar de la dignidad humana ni sobre lo que esta representa en orden a la humanización del hombre y del mundo. Es decir, se ha tardado siglos hasta llegar a la reciente valoración de esta dimensión singular del hombre.
Aludir a la dignidad humana es referirse a la condición esencial del hombre, a como la evolución biológica hizo al ser humano. Tal dignidad está hecha de razón, libertad, historicidad, sentido moral, creatividad, etc. Toda una perfección excepcional inherente al hecho de ser humanos, si bien cada individuo debe realizarla y experimentarla mediante una dignificación efectiva, a través de una conducta, digamos, condigna. En realidad, el único comportamiento que le es connatural y saludable. Obviamente, dentro de unas circunstancias históricas que pueden enrarecer la atmósfera existencial y llevar al hombre hacia una forma de vivir indigna.
Todos los hombres, independientemente de la cuna, raza, patria, religión, clase, etc. son iguales en dignidad, de modo que nada puede arrebatársela. Desde luego, no se la quitan las jerarquizaciones sociales que se superponen como artificios abusivos y hacen olvidar lo dignos que originariamente somos. De aquí que tenga razón Antonio Machado cuando dice que nadie es más que nadie, que nadie es más de lo que ya es al ser hombre. Para Gomá, es esta una verdad indiscutible. También para mí. Dos cosas más: la dignidad es propiedad de los individuos, pero no de las colectividades, y más: es imposible intercambiarla por nada porque nada le es comparable.
La dignidad, ciertamente, es un tesoro innato que como todo lo específico humano se realiza en la vida a través de comportamientos que sintonizan con la singularidad racional que somos y así la dignidad es colmada en el individuo convertido en sujeto responsable de su conducta. En caso de un comportamiento contrario a la dignidad originaria, lógicamente aparece lo contrario, la indignidad, malográndose y envileciéndose lo que estaba llamado a tener una realización en consonancia con el origen.
En cualquier caso, dado que nace inconcluso, el individuo humano ha de completarse viviendo a tenor de su dignidad, sabiendo que también puede desarrollar una vida impropia, indigna. Con todo, ni siquiera la aberración más inhumana y envilecedora rebaja y menos aún destruye la dignidad que le es inherente. Es decir, el hombre puede hacerse indecente, indigno, pero su indignidad es un accidente histórico que, insistimos en ello, no consigue desnaturalizar lo que se es por esencia.
La dignidad de suyo es invendible e incanjeable, pero sí puede perderse, mancharse, aunque nunca desaparece en tanto que condición natural. Se produce entonces una flagrante paradoja, pues el individuo que se hace indigno, no deja de ser lo digno que por esencia es. Ello significa que el hombre puede eventualmente, aquí, ahora y luego, tener comportamientos indignos, pero permanece esencialmente digno por siempre.
El tema de la dignidad está diseminado en cuanto Javier Gomá escribe y habla. Tanto como el asunto estrella de su filosofía, la ejemplaridad. También ahora se trata de una filosofía clara, brillante y convincente. Es la filosofía a la que Gomá nos tiene acostumbrados.
Concluimos con un pensamiento de C.S. Lewis que Javier Gomá aplica a la amistad, aunque puede, igualmente, aplicarse a la dignidad humana. Dice así: “No tiene valor de supervivencia; más bien es una de esas cosas que le dan valor a la supervivencia”.
Por Julián Ruiz.