El porvenir del horizonte (Renacimiento, 2021), magníficamente editado, aparece dos años después de la repentina muerte del poeta José Carlos Cataño, y recoge las anotaciones que fue tomando entre los años 2010 y 2018, con una prosa vigorosa y brillante, que tiene mucho de puntillismo impresionista.
Como ocurre en los diarios de Yorgos Seferis, a Cataño la exacta fijación cronológica le interesa bien poco: “Me importa un pimiento la hora, el día, y dudo muchas veces del año en que vivo”. Lo que de veras le mueve es esa fluencia de realidades que están ahí, en el mundo exterior, pidiendo ser vistas y celebradas, sin que nadie repare en ellas: esas nubes que se deshilachan llevadas y traídas por el viento, los momentos calidoscópicos de la luz del día, los pájaros en su vuelo, a los que designa por sus nombres y a los que observa con indecible ternura desde su atalaya de escritor de acera, como irónicamente se llama, y, desde luego, los árboles y las flores que ponen una nota de color a los asfixiados parterres y jardines de la ciudad.
Todo eso tenía interés preferente para él. Y cuando regresaba desde Barcelona, donde transcurrió la mayor parte de su vida, a su tierra natal, la isla de Tenerife, para pasar una tem- porada, era entonces el mar, el vasto mar esplendoroso, el altivo volcán y las playas donde aprendió a nadar de niño lo que ocupaba el lugar central de su contemplación. Pocos poetas como él tan atentos y permeables a la reali- dad física que los envuelve. Aquí, ver es ser; y todo lo corporal se transmuta en espíritu.
Del ámbito social —excluidos los comentarios a políticos y sobre la grey de los escritores sin escrúpulos, unos y otros rebajados a la indiferencia de un segundo plano—, de la vida colectiva, decimos, poco hay que desee sinceramente retener, pues eso supone para él ver repetido, multiplicado, el dolor de la gente y, a su través, el dolor propio. Salva de esta general retracción, no obstante, la figura de ciertas mujeres (¿late ahí la sombra de la Madre, con mayúscula, como él lo escribe?); mujeres con extenuantes puestos de trabajo, como camareras, cajeras de supermercado, peluqueras…, con un desgaste tal que no hay nada que las recompense de su esfuerzo: “Me dan ganas de preguntarle cuántas horas pasa al día de pie. Me gustaría preguntarle qué ha sido de su vida hasta ahora, en qué piensa…”, reflexiona mientras una joven le corta el pelo en la peluquería.
El lector de El porvenir del horizonte no tarda en darse cuenta de que por debajo de este largo soliloquio en prosa, sugestivo y luminoso, hay también una callada desazón y un abatimiento por las cosas que se van quedando atrás. Es el temblor por la fragilidad de todo. Por la desposesión y la pérdida. Ese “horizonte” que figura desde el título mismo está marcando un límite a la realización humana y, contradictoriamente, repre- senta, más que una apertura, un cierre para el “porvenir”.
A pesar del lirismo con que es descrito —“El horizonte es una vela grande y desplegada”—, por atractivo que parezca, configura en realidad una “situación límite” (Karl Jaspers) y, como tal, expone inevitablemente al ser humano a chocar contra un doloroso confín. Afloran sentimientos de culpa, de angustia, de derrota y, cómo no, la muerte, la ajena y la propia, a la que se invoca con fatal cumplimiento: “Que venga de pronto también la muerte”. José Carlos Cataño no pensó nunca —tenía 64 años al terminarlos— que estos diarios fueran a publicarse pós- tumamente, pero un destino contrario así lo quiso.
Necesario será volver sobre estas páginas traspasadas de verdad y de oscuros vaticinios para encontrarnos de nuevo con esa mirada contemplativa que escudriña el mundo y lleva la cuenta de los mínimos aconteceres en los que nadie se fija, a no ser que se tenga la sensibilidad y el temple de un admirable poeta como lo es sin duda José Carlos Cataño.