Texto publicado en el n.º781 (May-Jun 2020)
La editorial Arcadia publicó a principios de año el libro Campos magnéticos. Escritos de arte y política de Manuel Borja-Villel, actual director del Museo Reina Sofía, donde desde enero de 2008 está llevando a cabo un trabajo que, lejos del anquilosamiento, ha sido un verdadero motor de transformación a lo largo de los años.
Los ensayos recogidos en este libro, publicados por separado en distintos medios nacionales e internacionales, catálogos de exposiciones y otras publicaciones, constituyen una suerte de recorrido intelectual del propio autor, un desarrollo de conceptos y de cuestiones que han acompañado a Borja-Villel desde su paso por la dirección de la Fundació Antoni Tàpies, el Macba y el Museo Reina Sofía, y que, en conjunto, representan la articulación y concreción de sus reflexiones acerca de planteamientos y proyectos museísticos, recorriendo tres bloques: la condición contemporánea, la práctica artística y el objetivo de una institucionalidad.
Como indica el autor en la introducción del libro, tomar el título de la obra de Breton y Soupault de 1920, Les Champs magnétiques, ya supone una cierta posición y marca su vocación de hibridación en todo el planteamiento teórico, curatorial y en la dirección de una institución: “frente a la compartimentación estanca del conocimiento y de las formas de organización, se plantea la hibridación y el transvase de saberes”. Este tipo de investigación extradisciplinar implica saber salirse de la disciplina propia para cuestionarla, pensar los límites del museo y cómo este puede estar marcado por la transversalidad, tal como incide en el capítulo “El museo interpelado”. Y si Borja-Villel defiende esta apertura, esta ampliación de los límites del museo, es por un firme convencimiento de que este es hoy un espacio que genera nuevos modos de sociabilidad.
Esta pulsión de hibridación presente en los textos del libro conecta con la forma que Borja-Villel entiende el arte, a saber, como un enigma. Ante la imposibilidad de un cierre absoluto de los discursos, de la apertura de la obra artística pero también ante la resistencia hacia un permanente intento de mercantilización, el arte debe mantener su carácter enigmático. Como escribe acerca de Antoni Tàpies, este artista lleva a cabo la búsqueda de un mundo creativo entre la ficción y la prestidigitación, sabiendo que lo relevante no es tanto el resultado sino el juego mismo, una relación afectiva entre el espectador y el artista mediada por el objeto: “este es el enigma del hecho artístico y también su dificultad, ya que el arte (…) es ese secreto inconfesable que nos permite estar juntos”.
Este “estar juntos” –que va de la mano con toda una reflexión de lo común y lo comunitario, de aquello que se comparte y que no necesariamente se puede comprar o vender– es para Borja-Villel una relación que va más allá de cualquier razón utilitaria. Por esto, lejos de sucumbir a la deriva neoliberal por la cual el museo se convertiría meramente en un espacio para el turismo o para el consumo frenético, las reflexiones de Borja-Villel y su concreción en decisiones y actuaciones a nivel institucional –como es el caso expuesto en el último capítulo– nos recuerdan que, cuando se trata de un servicio público, la prioridad debe ser la gente y que esta está siempre situada en un contexto determinado y que, a pesar de la abstracción del término, es siempre singular. Estas diferencias y singularidades que abraza el museo es lo que hace que Borja-Villel haga referencia a los públicos y agentes, en un vínculo que conlleva negociación y que busca formas de actuación y aspira a espectadores-agentes que se pregunten sobre ellos mismos, por su historia y su porvenir.
Por Sergi Álvarez Riosalido.