“Y no se pueden pedir peras al olmo”. Con tal cervantino termina esta desternillante parodia de las novelas de detectives, que son un poco como las de caballerías en tiempos del ingenioso hidalgo. Si hacer reír es difícil, provocar que en la intimidad de la lectura estallen sonoras carcajadas tiene un mérito que hay que aplaudir sin reservas. Las bibliotecas deberán habilitar un espacio insonorizado para quien pida este libro. Desde La conjura de los necios, algunas aventuras del Wilt de Tom Sharpe, o las neuras de Woody Allen no me había divertido tanto un libro. Por no citar a Gila, el Filemón de Mortadelo y el Maxwell Smart de Superagente 86. ¡Ja, ja, ja! Con su soltura de siempre, elegancia y buen gusto, con esa prosa fluida que parece sencilla y una trama enrevesada que envuelve al lector, Mendoza y su escepticismo compasivo inventan un mundo estrafalario y una pandilla de entrañables tarambanas que se hacen querer. Quizá ese mundo es el nuestro y los tarambanas, nosotros.