Artículo publicado en el N.º789 (Sep-Oct 2021)
Alguien muere cuando no puede tocar a la persona amada. Entonces llegan cientos de ángeles y le preparan para entender que el cuerpo propio es un fantasma y una isla sin la gracia del cuerpo ajeno. Una paradoja que obliga a reflexionar sobre el yo, ese “agolpamiento de cavidades”. Entonces hay una separación, que acaece en una estación de trenes cuyos raíles son sobrevolados por golondrinas, y un dolor que intenta represarse en endecasílabos donde se toma conciencia simultánea de la muerte y los pezones. El ser de la que amasaba el pan, el no ser de quien ya no es aplastado por otra respiración. El nombre, el decir: no parar de decir el nombre para no dejar de estar vivo. Buscar olores, cicatrices, razones para creer todavía en la escritura. Por el fin de nuevo el yo, pero ahora desdoblado en silogismos y apartados la piel y los otros testigos del hundimiento. Los doce cantos de un libro magistral. Una cumbre de la poesía contemporánea.
Por Jesús Aguado