Pues a mí votar me encanta. No me pierdo una jornada electoral ya caigan chuzos de punta o una calorina que achicharra. Cada vez que acudo a depositar mi voto trato de demorar este acto de comunión ciudadana. Llevo la papeleta bien doblada dentro del sobre, pero me gusta entretenerme en el colegio, observar a los demás votantes sintiéndome copartícipe de un momento decisivo, y hasta husmear en la cabina para dar un poco de formalidad a la ceremonia. Yo entiendo el acto de votar como un deber y un derecho pero sobre todo como un privilegio. Somos pocos en el mundo los que podemos disfrutarlo y por ello me gusta apartarlo de la rutina, darle un punto de solemnidad que lo distinga del gesto prosaico que uno despacha con prisa si no con burocrático desdén. Yo voto con ilusión. Siempre le encuentro al voto un motivo y un sentido que le añade valor. A los que tanto tiempo anhelamos votar y no pudimos, los que aprendimos que no poder queriendo es peor que no querer pudiendo, nos suele ocurrir que las citas electorales nos causan satisfacción. Incluso alegría.
Ya vemos, con pena, que no todo el mundo está a favor de la democracia representativa, a pesar de que todavía no hemos inven- tado un sistema mejor para organizar la convivencia civilizada. Pero ya se sabe que hay gente para todo: eso lo sabemos precisamente porque la democracia representativa es la que permite discrepar y formular enmiendas parciales o a la totalidad del sistema. Que algu- nos vivan en medio de esta extravagante confusión —no aceptar la libertad que les permite no aceptarla— es una señal no exactamente de fuerza, porque a veces se la resta, sino de grandeza de la demo- cracia. Votamos a personas de nuestro entorno o de nuestro agrado para que nos representen, defiendan nuestros intereses y pongan en marcha iniciativas que nos parecen buenas para el interés general.
Así, por esta vía, hemos llegado a vivir los mejores años de progreso, paz y libertad. Las tres cosas juntas. No llevan razón los que ahora la impugnan, porque no son capaces de presentar una alternativa nueva sino que se ven obligados a recurrir a las experiencias que en el pasado ya han demostrado su fracaso y sus resultados a menudo trágicos. Ninguna de ellas es mejor que el estado social y democrático de derecho que nos defiende, mal que bien, pero lo hace, de los abusos y las injusticias de que podamos ser objeto.
Pero es cierto y preocupante que aumentan los que se mues- tran abiertamente contrarios a este sistema, el que les da una libertad que al parecer no les interesa demasiado. Libertad para qué, ya lo preguntó Lenin. Pues para ser libres, le respondió Fernando de los Ríos. ¿Libres, dicen ahora, para cambiar de sexo, abortar, casarse y descasarse con quien uno quiera y encima mostrarse orgulloso medio desnudo sobre una carroza, libertad para invadir nuestra patria con pateras, para ir a la mezquita, la sinagoga o la logia, para que nuestras vírgenes y cachorros perreen, fumen y se pinchen, se violen, se peleen y se maten colgados de las redes? Se oyen voces —y son escuchadas— que exigen orden, autoridad y una nueva cruzada, llegan a pedir; voces —mejor, berridos— que reclaman la vuelta del nacionalcatolicismo (¡quién nos iba a decir que ochocientos núme- ros y 72 años después tendríamos que volver a vernos en esas!).
La libertad de expresión permite estos y otros desahogos, pero esas voces no solo crecen en volumen sino también en cantidad. Arrastran votos. No solo hablan: están entrando en los gobiernos municipales, autonómicos y puede que lo hagan en el de España este mismo mes de julio de la mano de una derecha que, para desgracia del sistema, pierde su razón de ser y su identidad conservadora cuando no aspira a conservar sino a derogar. Pues he ahí un motivo serio para votar: defender lo conseguido, que es mucho, y disolver a golpe de papeletas esa nube oscura que acecha cargada de malos presagios. Nos toca otra vez salir a la calle para entrar en los colegios electorales y frenar en las urnas el empuje escandaloso de la reacción. Las voces gritan, los votos deciden. Vamos a votar, amigos, en masa, en calma, con alegría, con esperanza. Convencidos de que hace falta y es necesario. De que hacemos falta y somos necesarios.