Europa está —estamos— en medio de una guerra con sordina, a la espera de la ofensiva del temido general invierno y desorientada como ante el desierto de los tártaros que no acaban de llegar; tiembla la tierra por Asia y el Pacífico, los cimientos del orden mundial se agrietan y esas brechas, se anuncia, liberarán convulsas erupciones que han de cambiar la faz del planeta y dejarán las del Cumbre Vieja como una mota en el paraíso de La Palma. Los avisos a navegantes se multiplican, la gravedad de su tono se acentúa: se acerca un gran temporal, una gran lluvia pronto caerá. Y sin embargo, quizá debido a todo ello, nos hemos lanzado este verano a surcar todos los mares en una especie de fuga colectiva, puede que algo alocada y tan alegre que nos ha hecho superar con buena cara los embudos
de los aeropuertos, incapaces de dar curso a la marea vacacional que los desbordó por todos los flancos, las aglomeraciones, los aprietos, las congestiones, el calor de récord, los precios, las playas untuosas bajo una masa informe de cuerpos rebozados, el no hay billetes en la repleta España vacía, los pantanos secos, los ríos muertos, la Loire, quién iba a decirlo y, al regreso, mira este selfi, mira, ¿sabes dónde?, el Rin, sí, increíble, el mismísimo Rin
como un arroyo de la polvorienta rulfosa Comala, qué te parece.
Porque hemos vuelto, claro. Se trataba de una fuga interina, con billete de ida y vuelta y conciencia de lo que nos esperaba al volver, o sea ahora: apagones, restricciones, racionamientos, equilibrios para llegar a final de mes, demora u olvido de cualquier lujo. Se nos advierte desde todos los púlpitos que el otoño será caliente —lo que quizá no sea tan mala noticia teniendo en cuenta que faltará calefacción y agua templada— pero da toda la impresión de que, resabiados, hemos aceptado el augurio con estoicismo y conformidad, con la misma o parecida actitud de falsa tristeza con que despedimos la sardina en el día de su entierro, esparcimos ceniza y sabemos que después de carnaval llega puntualmente la cuaresma, esa cuarentena en la que hasta el cuerpo más bragado pide un poco de ayuno y abstinencia.
Quizá lo que mejor explica esta actitud generalizada de lanzarnos a la fiesta sea la atroz experiencia de la pandemia que se llevó de entre nosotros a millones de personas. Casi todos tenemos familiares y conocidos en el registro obituario de aquellos meses sin perdón. El confinamiento nos tuvo encerrados en casa en medio de una gran incertidumbre, perplejos ante el parón inédito de la economía mundial: tal vez eso nos ha hecho fuertes y por ello, por más restricciones de luz, gas y agua que podamos tener que soportar, no creemos que la penalidad llegue a ser peor que lo que vivimos entonces. Estamos vacunados. En todos los sentidos. De manera que afrontamos este septiembre y el curso que llega con la idea de que quizá perderemos mucho, sí, pero que ya nadie nos va a quitar lo bailado.
Hemos sido más cigarras que hormigas. ¿Hay que reprocharlo? ¿Quién nos lo va a echar en cara, ahora que se ve el fracaso y error de Merkel al imponer la nefasta austeridad que solo dejó ricos aún más ricos y pobres más pobres todavía? ¿Quién nos puede recriminar esas expansiones, que parecen reacciones de disconformidad y hartazgo, si incluso Francis Fukuyama se ha hecho medio socialdemócrata, reniega de Reagan y Thatcher y pide sensatez, limitaciones al desgobierno de los capitales, que se refuerce el papel de los Estados y que alguien piense en serio en un capitalismo inteligente, productivo, responsable y creador de trabajo y bienestar? Quién va a reñirnos, si incluso liberales de toda la vida citan abochornados a Adam Smith para recordar a neocons, anarcoderechistas y demás conversos adalides de la stupidity (¡es la economía, queridos!), que no todo el monte es orégano, que no hay que confundir la codicia personal con el bienestar público ni creerse que la mano invisible del mercado es la justicia universal o incluso la divina. Vendrá el invierno, sí, y el frío inclemente. Pero también —casi estamos por asegurarl— volverá tras él la primavera, y la estridencia de las chicharras proclamará de nuevo el siguiente tórrido verano. Y ya veremos.
Créditos de la imagen: fotografía de Hans van Reenen bajo licencia creative commons