De insultos y mentiras

“Yo no le he insultado, señoría. Lo que sí le he dicho es que miente, que usted no le dice la verdad ni al médico”. Esta notable aportación al género del disparate y la confusión la produjo el portavoz del PP Alejandro Fernández durante el debate de investidura del presidente de la Generalitat de Catalunya Salvador Illa. En su turno, Fernández acababa de acusar a Illa (y, de paso, a Pedro Sánchez) de mentir. De mentir “como bellacos”, precisó con airosa facundia. Illa, ofendido, respondió: “El insulto no puedo tolerarlo: yo no miento”. Y ahí vino la sorprendente réplica de Fernández negando que tachar a alguien de embustero sea un insulto. “No le he insultado; le he llamado mentiroso”. Y bellaco, podía haber añadido, adjetivo que la RAE da como antónimo de honrado y noble, y como sinónimo de malo, pícaro, ruin, vil, perverso, despreciable, bajo, bribón, canalla, rufián, malvado, maligno, desleal, traidor, fregado y bastardo. Todo esto. Si no es insultar, ¿eso qué es?

 

Para ser tal, un insulto debe ofender. Si a Illa le dolió que le llamaran mentiroso debe de ser porque tiene en alta estima la verdad. Cierto es que la mentira no se cuenta entre los pecados capitales y que la mayoría de las veces es tenida por una falta venial. Cierto es también que se han ideado atenuantes —mentira piadosa, restricción mental…— y edulcorantes que en nuestro ámbito han convertido su uso casi en un arte, un oficio o un deporte: engañar a hacienda, al árbitro, a la pareja, a los niños, a los profesores, al incauto, a los bancos, a la contabilidad, a la justicia, incluso al confesor. Pero no hay que ser calvinista para recordar que la mentira sigue estando vetada ya desde los diez mandamientos, concretamente el octavo: no darás falso testimonio ni mentirás. Por no hablar del imperativo categórico de Kant que no aceptaba mentir ni por filantropía.

 

Lo curioso de este episodio es que el mismo Fernández lanzó a continuación un encendido alegato en favor de la verdad: “La verdad existe”, proclamó como un Arquímedes en la bañera. Y empezó a levitar con su discurso como si trepara por el mástil para besar la ondeante bandera de la verdad: “Nunca olvide, señor Illa, no lo olvide nunca: la verdad existe y la verdad se impone siempre. Repito: la verdad existe, la verdad se impone siempre. Y cuando la verdad se impone, ajusta cuentas con el mentiroso, y lo hace de manera cruel. Hoy se las prometen muy felices, pero el bochorno llegará como el bochorno le llega a cualquiera que usa la mentira como recurso político”. Palabras dictadas por la sabia experiencia, se supone. Y ante las que uno, perplejo, se pregunta: ¿ama tanto este hombre la verdad y no considera insultante llamar a alguien mentiroso? Tras el derroche de elocuencia invertida en el elogio de la verdad concluir con media desprendida gracia —¿Insultarle yo? Qué va, solo digo mentiroso— parece una incoherencia y puede dar a entender que la verdad cotiza más bajo en la bolsa de valores que en la tienda de dardos y navajas suizas multiusos.

 

Eso lo saben bien Trump y sus trumperos, especialistas en falsas verdades y mentiras verdaderas, en retorcer el lenguaje, exprimir las palabras, sorber su tuétano e inyectarles nueva médula. Tampoco es que estos profetas hayan inventado nada. Viejas rimas populares han alertado siempre sobre las estrategias del mentir:

 

Si al veraz llamo embustero
Y al cuerdo digo demente
Si al descortés, caballero
Y al honrado, delincuente
Nadie al fin sabrá quién miente:
Si el gorrino o su porquero.

 

Por si acaso, tras escuchar el ditirambo de Fernández sobre la verdad verdadera, Salvador Illa, circunspecto, dejó caer una muestra de algo que en los últimos tiempos era casi una rareza en el Parlament. “Cuidado con venir aquí con verdades pretendidamente absolutas, nunca ha dado muy buen resultado”. Se llama seny.

 

Por Jaume Boix, director de El Ciervo

 

Imagen destacada: Salvador Illa durante la sesión de investidura del 8 de agosto de 2024.

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