En el Cielo manda Dios y en la Tierra manda el fútbol, tanto que no sé si habrá lugar dónde esconderse este otoño lejos del Mundial ruido. Manda hasta tal punto el fútbol que sería justo, al menos mientras dure el evento, cambiar el globo terrestre por una pelota: el balón terráqueo nos representaría mejor y en el argot galáctico —marcianitos, selenitas, lunáticos— a los terrícolas nos conocerían como pelotudos. Atentos, pues, porque del 20 de noviembre al 16 de diciembre el paisaje del mundo será catarí o no será, tal va a ser el cúmulo de estampas sobre lo bien que se vive en el desierto, en especial si el territorio tiene crudo fósil en su entraña y se encuentra al amparo de un golfo.
El Mundial de Catar ha levantado polvareda, como es natural cuando se trabaja con arenas: aquellos polvos y estos lodos. El fangal no es novedad, sino el terreno de juego donde suele chapotear la corrupción del mundo del fútbol: la Fifa, organismo tan opaco como la Uefa, se dejó querer por los petrodólares cataríes y se plegó a las condiciones que imponen los milmillonarios emires, sus harenes y sus cuñados. Qué raro.
Lo nuevo han sido las protestas, encabezadas por Amnistía Internacional y seguidas por unas pocas federaciones nacionales, algún patrocinador, unos cuantos ayuntamientos —entre ellos París y Barcelona: retirarán de plazas y espacios públicos las pantallas para seguir los partidos— y un puñado de aficionados. Se protesta contra las violaciones de derechos humanos y las vergonzantes condiciones de trabajo que el emirato, es decir la dictadura, ha impuesto a lo largo de los diez años que ha llevado la construcción de los estadios a unos 150.000 trabajadores inmigrantes, sometidos a un régimen laboral, de vivienda y alimentación indigno. Unos 6.500 obreros han muerto en estas obras, ha denunciado The Guardian. Más se perdió en las pirámides, dirán. La campaña pretende que Catar reforme la legislación laboral y que la Fifa aporte 440 millones de dólares, la misma cantidad que destinará a premios, para indemnizar a los trabajadores. Las autoridades cataríes dicen que gracias al Mundial ya han puesto en marcha algunas mejoras. Y lo cierto es que últimamente no hay noticias de más fallecidos, pero los denunciantes aseguran que la reforma es poco más que un muro de papel mojado. También dicen los cataríes que, pese a que allí la mujer está obligada a vivir bajo la tutela del marido y que la homosexualidad está penada con 7 años de prisión, serán tolerantes y harán la vista gorda siempre y cuando los visitantes se comporten y no den malos ejemplos. Piden respeto a su cultura, es decir respeto a que no se respeten los derechos humanos. Los colectivos LGTBI no han tardado en pedir a los futbolistas que luzcan brazaletes irisados para mostrar su rechazo. Algunos han decidido arriesgarse y hacerlo.
¿Tienen sentido estas campañas? Hay quienes las consideran inútiles e incluso hipócritas, dado que no se producen cuando los países democráticos venden armas o compran gas al emirato. Tampoco es la primera vez que se juega en y con países dictatoriales: hemos visto Juegos Olímpicos en Rusia, en China y hasta en la Alemania de Hitler, y Mundiales de fútbol en la Italia de Mussolini, la Argentina de Videla o la Rusia de Putin. Otros las ven positivas. Recuerdo que un miembro de Quilapayún pedía a los artistas españoles que se negaban a cantar en el Chile de Pinochet que por favor dejaran el boicot, porque a quien castigaban en realidad era al pueblo y a la resistencia, a la que actuando allí animaban a movilizar.
¿Pueden ayudar los brazaletes irisados y esas campañas de protesta a que mejoren las cosas? Tal vez sí pueden. Que los gestos sirven lo sabe la misma Fifa, que difunde el lema Respect y mensajes contra el racismo. Podría añadir Derechos Humanos, esas dos palabras, a Respeto. Y podría asociar el lema a su logotipo y exigir este respeto en sus estatutos como requisito para todo aspirante a organizar grandes eventos. ¿Serviría esto? De algo sí, sin duda. ¿Pueden hacerlo? Claro, si se trata de gente que cree en las bondades del deporte o al menos, como algunos patrocinadores, que no quiere ver su marca asociada a valores negativos. ¿Es esta clase de buena gente la que tiene el balón, es decir el mundo, en sus manos?