
La noticia de la muerte del papa Francisco me pilló el lunes de Pascua releyendo las últimas páginas, muy emotivas, de El loco de Dios en el fin del mundo, el libro de Javier Cercas llamado merecidamente a convertirse en un superventas. Todo el mundo de la comunicación —es decir, el mundo— se puso al acto en marcha con un despliegue extraordinario que dio fe del gran impacto universal de la noticia y de la ola de respeto, emoción, interés, fraternidad y buenos sentimientos que cubrió todo el globo como una lluvia fina, tímida y benefactora. No hay como morirse, cierto, para recibir los mejores elogios, pero en el caso de Francisco da la impresión de que su paso por la silla de Pedro ha dejado huella de verdad en uno de los puntos por él más querido: los corazones. La gente le quería quizá más de lo que él mismo pudo pensar.
El libro de Cercas da las claves para entenderlo. Ateo confeso, declarado comecuras —aunque algo a dieta— y hombre de fe en la razón, el escritor no daba crédito al ofrecimiento —el ofertorio— que le hizo la editorial del Vaticano: viajar con el papa a Mongolia y escribir con toda libertad y sin interferencia alguna, sino al contrario, con todas las facilidades, lo que le diera la gana sobre el viaje, el papa, la curia, la Iglesia, los curas y lo que fuera. El resultado es magnífico. Cercas lo califica de novela sin ficción pero es algo quizá aún mejor, un excelente gran reportaje, un ejercicio de buen periodismo escrito con brío y ritmo vibrante en el que hay información, descubrimientos, opiniones, conocimiento, testimonios y reflexiones sobre binomios en conflicto como fe y razón, intuición y pensamiento, espiritualidad y religión, dogma y libertad, Iglesia y compromiso social, prelados y misioneros, opresores y oprimidos. Y en el que hay crítica, también elogio, al papa Francisco, a su reformismo encallado, a los claroscuros de su trayectoria y personalidad. Y una emocionante defensa de los que Cercas llama limpios de corazón. Como su madre, mujer de fe sin resquicios, que nunca dejó de creer que en la otra vida se reencontraría con su fallecido esposo.
Cercas fue creyente y conoce a fondo la cultura católica y su peso en el mundo en que nos movemos. Coincide, con san Agustín y Bertrand Russell, ateo, en que sin fe en la resurrección no puede uno llamarse o ser propiamente cristiano. Porque sin fe ni esperanza, si no cree ciegamente en la trascendencia y el amor más allá de la muerte, uno se queda solo con la tercera virtud, la caridad, que no está mal pero que reduce a la Iglesia a una simple oenegé. Esta especie de vaciamiento de contenido medular es hoy una preocupación de pensadores, teólogos y eclesiásticos que —últimamente con bastante entusiasmo, a saber por qué— se entretienen más en desacreditar la búsqueda de nuevas espiritualidades que a preguntarse por la responsabilidad de la propia Iglesia en la pérdida de parroquianos. Cercas lo hace desde el otro lado, y de este rigor intelectual, más propio de la razón que del corazón, extrae la provocadora pregunta —¿cree usted en la resurrección de la carne?— que formula a todo el que se le pone por delante, papa incluido, a modo de macgufin hitchcockiano para mantener, y lo logra, la atención del lector hasta el último párrafo. Es una pregunta, por cierto, que por otra parte quizá no sorprenda tanto a los jóvenes de hoy, acostumbrados a oír hablar de reencarnaciones, teletransportación, metaversos tridimensionales, clonaciones, transhumanismo y cíborgs.
¿Qué resulta de todo ello respecto al papa? Pues resulta que, de cerca, Francisco no era tan raro como se dijo ni como algunos querían y otros temían. “Bergoglio, concluye Cercas, no solo no es Superman; es solo un hombre normal y corriente, este es su secreto”. Normal, escribe. Como si fuera normal que un papa te llame al móvil —‘Hola, soy Jorge Bergoglio’— según cuenta que hizo para darle el pésame por la muerte de su madre. ¿Qué papa hace esas cosas? ¿No es eso raro? A no ser, y bien pudiera, que se considere que los raros son todos los demás. •
Por Jaume Boix, director de El Ciervo