José Antonio González Casanova murió el pasado 29 de octubre de manera inesperada. Hoy, en nuestra parte afortunada del mundo, podemos escribir que es inesperado morir a los 86 años, la edad que él tenía, y aunque es aconsejable recordar de vez en cuando que eternos no somos tampoco es cuestión de dar a la muerte un protagonismo excesivo. Y menos, facilidades: gracias a la vida, mejor que viva la muerte. José Antonio gozaba de buena salud pero no logró derrotar a la alianza de un ictus y una fuerte neumonía. El desenlace fue breve, vivió sus horas finales acompañado de los suyos y con plena conciencia de a lo que iba, con lucidez y fortaleza espiritual.
Fue, como saben, catedrático de Teoría del Estado y Derecho Constitucional, un político comprometido desde su juventud en la lucha antifranquista, escritor prolífico de curiosidad e intereses diversos, hombre de cultura, jurista, asesoró en la ponencia que redactó la Constitución y ayudó a configurar varios estatutos de autonomía, es decir una parte del esqueleto institucional de este país. Fue, por ello, una persona que ha dejado huella no solo por lo que ha pensado, escrito o dicho sino también por lo que ha hecho, porque su obra ha ayudado a construir el marco de la convivencia democrática y pacífica en que transcurren nuestras vidas. Poco o mucho, lo que hacemos importa y tiene consecuencias. José Antonio optó por ponerse al servicio de los demás. Y sirvió.
Ha sido, como también saben nuestros lectores, un puntal de El Ciervo. Desde los inicios de la revista, ya en 1955, siempre hemos podido contar con él. Siempre es siempre: estuvo bregando con nosotros hasta su último aliento: tres días antes de morir debía participar en la presentación del libro sobre la historia del Servicio Universitario del Trabajo que él y otros ciervistas conocieron junto al padre Llanos. No pudo asistir al acto y eso le dolió, pero estuvo bien presente y mandó a los sutistas un abrazo auténtico y virtual. José Antonio, que vivía en los últimos años en Sitges, seguía acudiendo en transporte público a nuestros Consejos de redacción de la calle Calvet 56, con ánimo alegre y un entusiasmo que no lograban desalentar ni siquiera esos trenes llamados Cercanías que a menudo más que acercar alejan. Editó y completó con un magnífico estudio el volumen La revista El Ciervo, historia y teoría de cuarenta años (Península, 1992). Sentía la revista como algo propio y los que la hacemos sentimos todavía como propio a José Antonio, propio de esta familia plural, diversa, donde se piensa en libertad y se escribe con respeto, con más dudas que certezas, más preguntas que respuestas, más sencillez que gravedad.
En el funeral, una ceremonia religiosa y laica a la vez celebrada el domingo 31 en el tanatorio de Les Corts, no faltaron ni la ternura ni el humor: sonaron, a petición del finado, Mahler y As time goes by, el lema de la película Casablanca a la que José Antonio dedicó un libro, enamorado de su mito (y seguramente de Ingrid Bergman): el héroe que lucha contra el mal, el antihéroe que gana perdiendo y la heroína que se sacrifica por la causa. La justa, claro. Después, una nieta leyó unos versos inocentes que él escribió a los ocho años, nada menos, y que pidió que figuraran en el recordatorio: Al son de bellas canciones / el reino ya han alcanzado / y un gran amor ha brotado / en sus nobles corazones. Se leyó también la parábola evangélica del grano de mostaza y, en un final muy emotivo y sin duda sorprendente, tras el rezo a coro de un padrenuestro su hija Itziar anunció la pieza que José Antonio había dispuesto como despedida: resonó entonces La Internacional, en versión sinfónica, eso sí. Algunos viejos rockeros que parecían un poco desconcertados alzaron tímidamente el puño mientras el capuchino Enric Castells, viejo amigo del difunto, asperjía con el hisopo su ataúd. Fue una cabriola muy de José Antonio, que feo no era, pero sí católico y sentimental. “El humor es una forma de amor, y amar es la única receta para la depresión nacida de un dolorido sentir”, dejó escrito. Aquí, en su Ciervo.
Ha querido el azar que este número en el que recordamos con cariño y agradecimiento su estancia entre nosotros sea el que El Ciervo, en esta última entrega del año en que celebramos el 70 aniversario, dedica a los libros, al oficio de hacerlos y el arte de leerlos. Era este dossier un compromiso autoimpuesto para corresponder al Premio Nacional al Fomento de la Lectura que nos concedieron el año pasado y al que José Antonio, lector voraz, escritor sin límites, se habría sumado con ardor.
Pues aquí están, él en su adiós y los libros, juntos a fin de cuentas. Antes de que, como dice la canción, el viento se las lleve o las palas las recojan, esas hojas secas de la bella portada de David Pintor dejan que las hojas vivas de los libros vayan abriendo nuevos caminos. Quién sabe adónde conducen. Leer crea espacios, descubre senderos, oxigena mentes, da salidas. La misma alfombra que el otoño extiende en silencio alimenta el resurgimiento del verde primaveral, nutre el suelo al descom- ponerse y abriga la vida escondida de insectos y plantas. Morir y renacer.
Sobre lo que nos dejan los que se van, otros construyen. Así la vida.