Simpre se dice que las elecciones municipales son los comicios más cercanos al ciudadano porque los ayuntamientos que resultan de ellas son la instancia donde se desarrolla la política que incide de manera más directa en nuestra vida cotidiana. Nada más próximo, en sentido literal, que un ayuntamiento, cierto. El político local, más en los pueblos que en las grandes urbes, interactúa directamente con los ciudadanos, escucha sus elogios, recibe sus críticas y puede comprobar los efectos, positivos o a veces no tanto, de medidas que ha adoptado. También para el elector la política local resulta más gratificante puesto que está sometida al escrutinio público directo: la rendición de cuentas es difícilmente eludible en el pueblo o el barrio. Realpolitik de verdad: prosa política, hechos, actividad útil y transformadora.
Quizá resulte esta visión demasiado bonita, dado que no se compadece con las dificultades que partidos y agrupaciones de electores están encontrando en muchos municipios para completar sus listas de candidatos. No les resulta fácil sumar. Parece que cada vez cuesta más que la gente se apunte. ¿Por qué? ¿Puede ser que los aspectos ingratos o incómodos de la gestión diaria lleven a muchos ciudadanos a desentenderse? ¿Estar en el ayuntamiento representa perder tiempo, dinero y quizá amistades? ¿Vivimos más encerrados en casa que abiertos a preocuparnos por la comunidad?
Algunos piensan que en la política se está para hacerse rico —eso decía el señor Zaplana, que empezó como alcalde de Benidorm y acabó entre rejas—. Por suerte, muchos otros piensan que formar parte del consistorio es un acto de responsabilidad cívica, de servicio, de compromiso democrático, también, por qué no, de interés personal o de grupo para conseguir o perseguir determinados objetivos. Toda comunidad aspira a convivir en buenas condiciones y todos sabemos que lo que para unos es bueno para otros puede no serlo tanto o incluso ser malo. La democracia permite que no se imponga un criterio sobre otro por la fuerza del poder sino por la fuerza de la convicción convertida en votos. Para eso están los programas y las campañas que los dan a conocer. Pero los programas, se oye por ahí, nadie los lee y nadie los cumple. Esa afirmación circula de manera profusa y no siempre fundada como tacha del creciente desprestigio de la política: “bla, bla, bla, palabras vacías, promesas falsas, siempre lo mismo, luego no hacen nada…”
Hay una forma de vencer estos tópicos: demostrando su falsedad. O sea, hablando menos, con palabras llenas de sentido; cum- pliendo a rajatabla las promesas; no engañando nunca; respetando la verdad. ¿Se está haciendo? Debería, porque el desprestigio de la política general es desalentador y tal vez la causa primera que frena la participación incluso en las municipales. Cuidado. Hay que estar atentos para contrarrestar esas oleadas de desprestigio que vienen fomentadas por los antisistema, los enemigos a derecha e izquierda del sistema de democracia representativa: el trumpismo, el autoritarismo, el nacionalismo, el adanismo, la ignorancia de la historia, el desprecio a la verdad, el reino de la mentira, la estupidez, el egoísmo, el sectarismo, el sálvese quien pueda… De esos polvos, sucios lodos.
Esa perceptible desafección ciudadana está dejando la pista libre para que aparezcan ediles corruptos dispuestos a defender su interés particular por encima del general. ¿Cómo impedirlo? Deberíamos —no sólo por justicia sino por necesidad— recurrir y confiar en los jóvenes, tan maltratados por el sistema y pese a ello tan generosamente volcados en el mundo, por ejemplo, de las oenegés, deberíamos darles la voz, los medios, las facilidades y los apoyos que hagan falta para animarlos a incorporarse también al de la política local, engrosando las listas, participando de forma activa en la resolución de los problemas de sus pueblos y ciudades. Las elecciones municipales de este mayo seco y con pocas flores son una buena oportunidad para tratar de recuperar el prestigio y la dignidad de la política. En este tipo de comicios basa sus fundamentos el edificio de nuestra democracia. Hay que reforzarlos para aguantar los embates e impedir el avance del corrosivo autoritarismo que acecha cada vez con menos disimulo y mayor descaro.