Artículo publicado en el n.º786 (Mar-Abr 2021)
“Pensar antes que hablar no es represión, y la desaprobación no es censura”. Esta obviedad, explica el periodista Andrew Marantz, no la entienden los trumpistas que intoxican las redes y protestan cuando las empresas tecnológicas bloquean sus barbaridades. En Antisocial, libro sobre la infiltración de la extrema derecha en internet, Marantz les recuerda que la libertad de expresión tiene límites y la Primera Enmienda, excepciones. Claro: la idea de que en Estados Unidos todo el mundo puede decir lo que quiere es cierta solo en parte. Falta añadir: ateniéndose a las consecuencias. Porque es la jurisprudencia del Tribunal Supremo la que castiga después la difusión de pornografía infantil, de ofensas y calumnias, la inducción inminente a cometer un delito o poner en peligro la seguridad nacional. A diferencia de Europa, el Capitolio no puede dictar ninguna ley que limite la libertad de expresión, pero los límites los marca el poder judicial. Aquí, el Convenio Europeo de los Derechos Humanos no solo permite legislar a los Estados sino que señala en qué asuntos la libre expresión puede restringirse: integridad territorial, seguridad, protección de la salud, de la moral, de la reputación o los derechos ajenos. Se trata de modelos distintos, pero los límites son muy parecidos. Otra cosa es que algunos aprovechen una coyuntura favorable para estrechar la mordaza, como hizo el PP en 2015 al imponer la actual ley orgánica de protección de la seguridad ciudadana con los únicos votos de su mayoría absoluta. Que una ley tenga a toda la oposición en contra no solo es feo: es inconsistente. Por eso se va ahora a cambiar.
Viene todo ello a cuenta del repentino clamor por la libertad de expresión al que parece que asistimos. Quizá los confinamientos han acentuado el ansia de libertad y las ganas de expresarse, lo que está bien: téngase en cuenta que dicha devoción puede manifestarse de forma tan expresiva gracias a la libertad de expresión de que gozamos. En una dictadura —la que nos tuvo— se prohíbe y se ataca la libertad de palabra: en julio de 1973 vivimos el asalto a la redacción de El Ciervo perpetrado por un V Comando Adolfo Hitler. En una democracia avanzada —la que tenemos— pueden pasar cosas más inverosímiles: que se asalte la redacción de un diario —El Periódico de Catalunya: un abrazo, amigos— no para impedir sino para pedir libertad de expresión. Es decir, los salteadores piden y en el mismo acto de pedir impiden lo que piden en un volatín digno de un genio como Dalí, que logró nacer antes de haber nacido. Y este ataque a la razón lo ejecutan no ya nazis, sino vándalos antifascistas jaleados por sedicentes izquierdistas a sueldo del erario público.
Ante un derecho tan respetado por los demócratas como es la libertad de expresión las personas cabales —las que saben que los derechos conllevan deberes y por eso procuran hacer un uso responsable de los mismos— antes de hablar suelen pensar qué y cómo expresarse. No es censura: es inteligencia y educación. Si piensan que lo que dirán no tiene gracia, esas personas normalmente se callan. No piden —fíjense en la diferencia con los que exigen más leyes y mordazas— que eso lo hagan los demás: se limitan a ver cómo los que hablan sin decir o diciendo demasiado hacen el ridículo, uno de los más severos castigos que alguien sensible llega a imaginar. Luego están el derecho civil y el código penal, claro, y con esto debería bastar.
Entre los nuevos adictos locales a la libre expresión que con esa excusa asaltan periódicos y saquean tiendas la policía dice que hay menores de edad, alguno de solo 13 años. Dado que no estamos hablando de las banlieues parisinas sino del lujoso paseo de Gracia barcelonés uno se pregunta de dónde salen esos púberes, quién los cría y cómo se juntan. Digo uno porque el único que osó hacerlo en público fue el concejal Albert Batlle, responsable de la Guardia Urbana de la ciudad. ¿Dónde han aprendido a comportarse así? Esta pregunta invita a reflexionar sobre cómo educamos a nuestros hijos y concierne a padres, a profesores, a los representantes políticos, a los medios de comunicación. Se dicen antifascistas: no saben de historia. ¿No la estudian en el instituto o la universidad? ¿Qué historia les enseñan? Pero esa es otra historia. O la misma.