Quien más quien menos, casi todos tenemos a mano algunas referencias intelectuales a las que acudir para orientarnos en momentos de incertidumbre, para consolarnos ante la zozobra, sanarnos en el dolor o atemperar nuestra euforia. Unos recurren al refranero, esa panoplia multiusos de sabiduría popular e ideas recibidas, otros prefieren razonamientos, también recibidos, elaborados por sabios maestros tras la reflexiva maceración de sus sólidos conocimientos. La filosofía viene a ser eso, el ejercicio de pensar en las cosas del mundo y en el pasar de la gente por este u otros tiempos y espacios, es la meditación sobre la realidad y el humano acontecer. Por lo tanto es útil e incluso necesario acercarse a ella —y de ahí lo de tomarnos la vida con filosofía. Los filósofos que tienen la virtud de la claridad y el buen tino de expresarse de manera inteligible (no todos lo tienen) prestan un servicio público de gran valor, aunque tan intangible que está muy lejos de ser reconocido, y no digamos retribuido, en esta sociedad del beneficio inmediato, a poder ser contante y sonante.
De eso hablábamos en una sobremesa —buen lugar para filosofar: primum vivere deinde philosophari— cuando caímos en la cuenta de que no hay en estos momentos, y quizá no ha habido en muchos otros años, pensadores españoles que tengan sitio en el debate de las ideas europeo y mundial. Sin caer en un tronado nacionalismo o en una exaltación patriótica, por completo ajenos a la sensibilidad de los comensales, sí llamó la atención que una lengua con la potencia mundial de la española no dé pie en el panorama filosófico mundial a una presencia si no equiparable a la que tienen otros ámbitos de la cultura por lo menos discreta.
¿Por qué ocurre esto? Como solemos hacer cuando no tenemos respuestas claras a una pregunta, montamos un Trasfondo y preguntamos a otros. Innerarity, Gomá, Calero, Camps, Monegal y Baltasar abren también ellos interrogantes y aportan sus ideas e hipótesis en este número. Hay razones históricas, arraigados complejos, políticas culturales, universidades en el limbo, industria editorial y sus condiciones comerciales… Y luego está la enseñanza empezando por la escuela. Si es cierta la idea de que el hombre no es más que el resultado de la educación que ha recibido, la falta de atención a los estudios filosóficos en nuestro sistema educativo no parece, francamente, que vaya a hacernos mucho más buenos de lo que somos.
Por fortuna hay excepciones. Rafael Narbona, profesor de filosofía en la enseñanza media durante 20 años, acaba de volcar, recientemente jubilado, su experiencia pedagógica y vital en un precioso volumen que explica la historia de la filosofía desde la antigua Grecia hasta nuestros días. Otros libros lo hacen, pero pocos como este saben convertir esa historia en una aventura realmente vivida y narrarla con emoción y conocimiento ayudándose además de la literatura, la música, las artes. “La filosofía es un saber poroso, siempre abierto a otros saberes y disciplinas”, dice Narbona y por eso recurre a ellos. Ha titulado su libro Maestros de la felicidad porque en la filosofía, una de las mejores herramientas inventadas por el ser humano, dice, se encuentran, si se buscan, las claves para vivir en libertad, en plenitud y en paz con uno mismo y con el mundo. Es una obra tan optimista y esperanzada que termina con estas palabras: “Nada es comparable al asombro de vivir”. Puede parecer un libro de autoayuda, y es que lo es. ¿Qué mejor ayuda que recibir en casa y en cualquier momento las lecciones personales de los que a través de los siglos nos han enseñado a pensar y a vivir? Hace veinte años, el canadiense Lou Marinoff escribió un libro parecido, Más Platón y menos prozac. Tuvo mucho éxito, pero el profesor Narbona por entonces daba clase y ahora ya no. Pues eso pedimos: más filosofía y quizá no menos, pero mucho mejor economía. •