Nosotros abusamos menos

Al conocer el informe del Defensor del Pueblo sobre abusos sexuales a menores en la Iglesia, el presidente de los obispos españoles no tardó un minuto en deslizar la palabra mentira en las redes sociales —y él y Dios saben que estas redes las carga el diablo—. Habló también de dolor y de pedir perdón, pero la palabra clave estaba ya dominando la reacción episcopal, y el foco quedaba puesto en el número incontable de víctimas: 400.000, se dedujo de una encuesta adjunta al informe. Se trata de una proyección y es ciertamente discutible, pero se recurre a ella (como se ha hecho en Francia, Países Bajos y otros lugares) ante la imposibilidad de fijar un número exacto de víctimas y menos de victimarios. Entre otras razones por la actitud opaca y obstruccionista de la Iglesia durante décadas.

La reacción de los obispos ante el informe siguió esta pauta: primero descalificar, negando credibilidad y hasta ironizando con la cifra, para acto seguido afirmar que los números no tienen importancia porque lo que duele es la calidad y no la cantidad. Y encender el ventilador: tanto en cantidad como en calidad los abusos en la Iglesia son residuales frente a los cometidos en otras instituciones, singularmente la que presenta más casos: la familia. Esta especie de y tú más o ¿y los demás, qué? es un tramposo recurso para justificar una supuesta campaña de la que es víctima —¡víctima!— la Iglesia. Como si no tuviera la Iglesia nada que ver con la educación y con las familias españolas, como si el nacional catolicismo no hubiera imperado durante décadas. ¿Cuánto le deben a la Iglesia la enseñanza pública y la moral familiar? La obligación de casarse en el altar y la prohibición de descasarse, de tomar la píldora, de los preservativos, la contracepción, el adulterio… La familia ha sido demasiado sagrada para la Iglesia para considerarla ahora algo ajeno.

Sean 400 o 400.000 los golpes infligidos durante décadas a menores en el seno de la Iglesia, la vergüenza, la penitencia, el propósito de enmienda y la reparación del daño causado deberían ser las únicas preocupaciones de los obispos. En vez de esto, y después de obstaculizar durante años la investigación de estos crímenes, de negarlos, de amenazar, de ocultar, de consentir, de dejarlos en la impunidad, los obispos españoles echan balones fuera, confunden con los números y todavía sacan pecho con una defensa cerrada de la institución y del trabajo abnegado de los religiosos. Así lo hizo el secretario de la Conferencia, alzando la voz, ante los atónitos periodistas que esperaban un acto de contrición y encontraron un alegato victimista. No es la institución, afirman los obispos, sino algunos religiosos. Algunos, insisten. Algunos es el mantra. Algunos, algunos, quede claro. Solo algunos.

Esta es la principal diferencia en el discurso de los obispos españoles y los franceses. En Francia reconocieron “la responsabilidad institucional y la dimensión sistemática de estas violencias: no se trata de hechos individuales aislados sino que un conjunto de funcionamientos, de mentalidades, de prácticas en el seno de la Iglesia han permitido que estos actos se perpetuaran e impedido que fueran denunciados y sancionados”. Eso y así dijo con prosa limpia la conferencia de obispos franceses. Y esto otro: “Conmocionados y abrumados, comprendemos y compartimos la angustia y la preocupación, así como la ira suscitada por la institución eclesial que no supo ver estos terribles hechos ni denunciarlos, y que no prestó atención a las víctimas ni a su sufrimiento (…) Fueron víctimas de la traición imperdonable e intolerable de obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos y laicos responsables del Evangelio”.

Y en cuanto al deber de reparación los obispos franceses, humildes, llamaron a “deshacerse si hace falta de bienes inmobiliarios y mobiliarios de la Conferencia y de las diócesis o a suscribir prestamos”. Aquí, altivos, los obispos ponen condiciones para pagar a las víctimas: que paguen también otros, como instituciones educativas, asociaciones deportivas y, naturalmente, el Estado. Saben mucho latín, pero ignoran el francés. Qué lástima.

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