Pegaso por si acaso

Vivimos, o eso parece, en plena era de los algoritmos y la inteligencia artificial, esa a quien con íntima franqueza llamamos AI. Hoy no nos extrañan advertencias como “cuidado con las cookies” o “atención: troyanos al acecho”, ni los avisos sobre la necesidad de cambiar claves, memorizar pins y guardar en secreto los números secretos porque ni de nosotros mismos podemos ya fiarnos. Tan hechos estamos a esas peripecias de la navegación que nos parece normal encontrarnos en la pantalla anuncios de algo que necesitamos y en lo que precisamente estábamos pensando: un destornillador, cierto libro, un nuevo modelo de aspiradora.
Sabemos que no es por casualidad que las plataformas nos seleccionen el estilo de películas que mejor nos cae: conocen nuestros gustos. Conocen nuestras necesidades. Nos conocen. ¿Quiénes? Los algoritmos y nuestra amiga AI. Saben nuestro nombre, edad, talla y número de pie, si nos duele la rodilla o nos han operado de apendicitis, saben qué comemos, cómo vestimos, si reciclamos bien o a medias, dónde vivimos, qué tipo de comercio echamos en falta en el barrio, calculan cuánto dinero ingresamos y cuánto tenemos ahorrado, saben cómo somos, en qué empleamos el tiempo libre, si hemos suscrito una póliza de vida o de muerte, a quién votamos y, es más, a quién votaremos. Son los signos de los tiempos y lo aceptamos con resignación, incluso con indiferencia. Nos vigilan, nos espían, nos controlan y nada podemos hacer. Nadie escapa al poder del algoritmo.
En medio de este chispeante y alentador panorama ha surgido, envuelta en un aire menestral, sainetesco y un poco chapucero, esa gente del Pegaso, espionaje por si acaso, equipo cuya impedimenta está basada principalmente en la Inteligencia Natural (IN), que como es conocido es mucho menos inteligente que la AI: mientras la artificial domina con soltura los algoritmos, a la natural le cuesta todavía operar con logaritmos, especialmente con los decimales. ¿Qué querían saber que no se sepa ya? El llamado Pegasus es un programa maligno que algún espabilado mercader les vendió como el no va más del kit del buen espía pero es muy probable que hoy esté fácilmente superado. La obsolescencia en el negocio de la informática y el ciberespacio no es que esté programada: es que es genética. Igual que Lucky Luke disparaba más rápido que su sombra, la tecnología avanza a una velocidad que ni ella misma llega a alcanzar y por eso los inventos duran tan poco y las actualizaciones son constantes. Lo más seguro es que hoy existan y actúen armas mucho mejores que Pegasus, que ha demostrado ser un fracaso porque su principal virtud era el secreto y ya ven: hasta en el Congreso lo conocen. Menudo chasco.
Además de la metodología manifiestamente mejorable, lo asombroso de este episodio es que ha desvelado una cosa que hasta hoy parecía impensable: que los espías espían. Pues mira. Algunos, más listos que uno, ya llevaban años aconsejándonos prudencia al hablar por teléfono y sabiendo que hay ciertas cosas que no se deben decir, grabar o escribir en las redes. Pero la mayoría no sabemos esas cosas. ¿Por qué, por ejemplo, me preguntaba, en algunas webs se avisa “mensaje seguro” o “contenido inseguro”, y por qué cualquier grupo que aspire a la discreción encripta o cifra mensajes y busca filtros cortafuegos en sus comunicaciones? Ahora se entiende: para esquivar a los espías, claro, y para neutralizar sus ofensivas ya vengan a lomos de alados Pegasos o de la subterránea labor excavadora de topos y musarañas, que también los hay.
Resulta, por otro lado, algo chocante que en medio de la horrible guerra de Ucrania, se crea, como se ha dicho, que un episodio de espionaje que ocurrió hace dos años es el peor ataque a la democracia y una tragedia de gravedad extrema. Parece un poco exagerado, sobre todo teniendo en cuenta cómo se suele tolerar el espionaje que las grandes corporaciones practican a diario con todos nosotros. Creer que espiar por razones políticas es un atentado y que hacerlo por razones económicas no lo es, o bien demuestra una candorosa inocencia o se trata de una hipérbole de barroca e impostada teatralidad.
Quizá sería bueno no exagerar, porque la exageración puede llevar a perder la razón a quien la tiene. Que se investigue si se ha cometido algún delito y, si fuera así, procédase con arreglo a la ley, esa ley que ahora invocan algunos que la quisieron esquivar. Bien. Pero exigir transparencia a los servicios secretos es como quejarse del olmo porque no da peras o como pedir más luces al presidente de esta eléctrica que llama tontos a los expoliados que le pagan su millonario sueldo. Esos disparates no se les ocurren ni a los del Pegaso, gente por lo demás siempre dispuesta a oír y a escuchar. 
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