Tudo isto existe

¿Existe la corrupción cero? Ojalá, pero me temo que, como cantaba Amàlia: Almas vencidas, noches perdidas, sombras extrañas. En la Mouraria canta un rufián. Lloran guitarras ceniza y fuego, dolor, pecado: tudo isto é triste, tudo isto existe, tudo isto é Fado.
Los representantes de Sumar pueden poner la trayectoria de su formación política como ejemplo de limpieza, pero del legítimo pundonor con que defienden su honradez herida no se desprende que exista la corrupción cero sino sólo que en el acotado espacio y tiempo de su actuación pública no hay corruptos. Felicitémonos por ello, pero eso demuestra también que la corrupción, tan humana, es sobre todo personal, y el mismo tono vindicativo del reclamo da a entender que se trata de una excepción. El color blanco, por desgracia, no aparece en todo el mapamundi de la corrupción que dibuja Transparencia Internacional. Ni uno solo de los 180 países estudiados en 2024 está libre de esa lepra endémica. Y esto tampoco significa que en esos países, incluidos los más corruptos, no haya gente honrada, dirigentes merecedores de la confianza y la gratitud de sus conciudadanos. Claro que los hay, pero no suman cero.
Y es que no son las instituciones o los países quienes se corrompen sino las personas. Hace 30 años ya El Ciervo dedicaba serias reflexiones a la corrupción. Aquí seguimos. Lluís Foix recordaba en aquel Trasfondo (N. 526, enero 1995) que “en el Génesis, Yahvé le dice a Moisés que no acepte sobornos porque ciegan a los sabios y pervierten las palabras de los justos”. Así pues la corrupción, decía, está muy arraigada en la naturaleza humana: la crisis no es de las instituciones sino del individuo, este es el fondo de la cuestión, escribía Foix: “los individuos tienen que plantearse si quieren vivir una vida honesta o no. Y como la sociedad es muy variada, tenemos que acostumbrarnos a que habrá corrupción”. Pero, “y esto es lo fundamental —concluía—, a lo que no nos podemos acostumbrar es a aceptar la corrupción”. Tres décadas después, esta sigue siendo la clave y la pregunta: ¿la aceptamos o no?
¿La aceptamos en algún grado, de algún modo, hasta cierto punto? Llevamos años comprobando que la corrupción no penaliza electoralmente. Encuentro un viejo recorte del diario Expansión: “En las elecciones municipales de 2007 casi un 70% de los candidatos implicados en casos de corrupción consiguió la reelección. En las de 2011, el 59,5% de los municipios con un alcalde ‘tocado’ volvió a ganar el mismo partido y en el 58% de los casos fue reelegido el propio candidato implicado”. ¿Por qué eso ocurre? Hay hipótesis plausibles: Una; no todas las corrupciones son iguales: robar para enriquecerse está muy mal visto, pero el electorado suele tolerar la corrupción a la que sigue algún beneficio público —una infraestructura— o incluso privado, es decir, que puede favorecer el negocio o los ingresos del votante, que ejerce así una especie de complicidad pasiva. Dos; el votante perdona más la corrupción de los partidos afines, a la que busca alguna clase de atenuante, que la de los rivales, que suele considerar más grave y perversa. Tres; hay un hartazgo de la utilización política de la corrupción por parte de los partidos y los medios. Un estudio de la UAB muestra que muchos lectores de periódicos prefieren ignorar y no leer informaciones sobre corrupción que afectan a su partido favorito, al que seguirán votando.
Quizá deberíamos reconocer, críticamente, que en algún momento todos toleramos algún grado de corrupción. El neurocientífico Mariano Sigman cita en El País (21 de junio, La corrupción no deja nada intacto) estudios que demuestran que, sin necesidad de sentirnos deshonestos o culpables, tenemos tendencia a aceptar determinadas trampas, pequeñas corruptelas, mentiras o faltas, ante la convicción de que esta es una conducta generalizada y socialmente admitida —sobre todo, ironicemos, cuando la declaración de la renta no te sale a devolver—.
La corrupción cero no existe; lo que debería existir es más responsabilidad personal y menos tolerancia a los comportamientos indecentes tanto en la administración pública, que es la casa de todos, como en la privada, la hacienda propia. •

Por Jaume Boix, director de El Ciervo

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