Artículo publicado en el n.º785 (Ene-Feb 2021)
Lavarnos más las manos y ventilar habitaciones son buenas costumbres que estamos recuperando a causa de la pandemia. Ventilar lo teníamos algo olvidado quizá por culpa de la vanidosa pretensión de acondicionar el aire a nuestro gusto despreciando los humildes ventiladores y las ventanas. Ventilar fue un empeño de los higienistas que dio lugar a ciudades menos insalubres y a ciudadanos más felices. A veces a su pesar: cuenta Andrés Trapiello en su bello libro homenaje a Madrid que José Bonaparte (y antes Carlos III) derribó plazas y conventos para abrir respiraderos y se lo pagaron llamándole “el rey plazuelas”. La gente prefirió las cadenas de Fernando VII a la reforma de Bonaparte y este pasó injustamente de ventilador a ventilado.
También el nuevo presidente de Estados Unidos, Joe Biden, necesitará mucho fuelle para despegar la capa de mugre que ha dejado Donald Trump, en buena hora barrido por una avalancha de votos nunca vista. Una lección que podemos aprender de esas presidenciales es que para cambiar las cosas hay que votar y saber elegir acaso el mal menor para evitarlos mayores. El peor mal lo representaban 74 millones de votos favorables a Trump, por lo que ha hecho falta levantar un gran dique con otros 81 millones para contenerlo. De manera que la abstención habría mantenido a aquel antidemocrático farsante en el poder. Ahora respiramos, pero aquellos votos siguen ahí esperando convertirse en futuros lodos. Será preciso pues no solo ventilar sino reforzar la presa no echando papeletas a perder. El voto útil da estabilidad: recordémoslo, ahora que andamos faltos de ella.
La caída de Trump es buena noticia. Y otro brote nos parece ver en la buena acogida del concurso de artículos sobre Cómo fortalecer la democracia: nos han llegado de quince países 204 originales, es decir que más de dos centenares de personas se han puesto a pensar en la salud de la democracia, en las causas y posibles consecuencias de sus achaques y en qué reconstituyentes le hacen falta. Entre las ideas muy compartidas sobre las causas del auge del populismo se citan el descontento por la desigualdad, la falta de cultura democrática y de liderazgos o el descrédito de las instituciones debido a la corrupción y alentado por la infección de mentiras en las redes y otros altavoces.
Entre los remedios se sugiere mucha ventilación: mejorar la representatividad reformando el sistema de partidos y la ley electoral —financiación, listas abiertas, algunos proponen incuso el voto obligatorio— e impedir el bloqueo de las instituciones: si, por ejemplo, la jefatura del Estado tiene la función de arbitrar las diferencias entre poderes, cuando estas se producen es pertinente preguntarse, y así lo hace cada vez más gente, ¿dónde está el árbitro? Bastantes coinciden en pedir una educación que forme a los ciudadanos en la convicción de que la democracia es ante todo un asunto de responsabilidad personal: a la hora de reclamar los derechos y a la hora de cumplir con los deberes y los límites que la libertad precisa y la convivencia impone.
Al país le hace falta, en efecto, mucho aire: lo pide el edificio constitucional, que muestra algún desgaste en los forjados; la coalición de gobierno, que debería dejar los sueños secos, húmedos y gaseosos para el doctor Freud; la ladrante e irrespirable oposición, que aún no acepta (igual que Trump) un resultado electoral que la invita a acomodarse en los bancos de la derecha: ventílenlos, que esta será su casa por tanto tiempo como sigan sus dislates y extravíos. Debe orearse la barrica del poder judicial y procurar que este no se pase de añejo para que no pierda nobleza y se avinagre. Debe tomar aire y tiempo el periodismo, abjurar del politiqueo y abrazarse a la verdad, así que ventilémonos todos, ¡si hasta la liga de fútbol quiere el señor Florentino Pérez ventilar!
Ah! Y no olvidemos hacerlo en casa, porque el virus sigue vivo por más que las vacunas nos den ánimo, protección y esperanza. Abrir las ventanas, las mentes y los corazones. Abrirnos. Ventilar. Ventilemo.