Bob Dylan y la mística

El 24 de mayo de 1941, hace ochenta años, nacía en Duluth, Minesota, Robert Allen Zimmerman, alias Bob Dylan. De repente, verlo octogenario, hizo que me remontara, con nostalgia, a una adolescencia llena de promesas. No puedo olvidar cómo la música de Bob Dylan y la de algunos otros folk singers, contribuyó a crear una atmósfera de esperanza, rebeldía y florecillas, en aquella España cutre del tardofranquismo. A tientas y con torpeza, algunos pardillos fuimos ganados por un sentimiento de emulación y nos proveímos de guitarras acústicas y armónicas para reproducir el Blowin in the wind en los corrillos de la facultad. Ignorábamos las fuentes y la riqueza poética de las letras de Dylan, tarea que hoy, tras la concesión del Nobel, en 2016, se ha hecho ineludible.

Algo que tampoco ha sido explorado, con profundidad, hasta la fecha, es la vena mística y religiosa que atraviesa la búsqueda incesante del genio de Minesota. En este sentido hay que saludar con entusiasmo el reciente libro de Alberto Manzano, poeta e historiador de la música rock, que lleva por título Aleluya. Mística y religiones en el rock (Libros Cúpula). En él no se presenta a Dylan como un caso aislado, sino que se le encuadra en un movimiento general de interés por la mística y la religión, por gurús y por libros como el Tao Te Ching, El libro tibetano de los muertos o el Don Juan de Castaneda, que circularon en los años sesenta, en el inicio de la considerada era de Acuario. George Harrison con su inclinación al hinduismo, Cat Stevens convertido al islamismo y Leonard Cohen, riguroso seguidor del budismo zen, son a quienes acude Manzano para confirmar su tesis de que el rock, lejos de ser una expresión de satanismo, constituye una forma personal de búsqueda religiosa.

En lo que se refiere a Dylan, esa búsqueda, no se inspira en religiones orientales, sino que se entronca con la tradición judeocristiana. De familia proveniente de judíos askenazíes del este de Europa, Dylan estudió en la escuela las bases del judaísmo y pasó varios veranos en un campamento sionista de Wisconsin. Se sumergió en el consumo de LSD y, en 1965, se casó con Sara, que practicaba el zen y con la que tuvo cuatro hijos. Un grave accidente de moto, en 1966, le obligó a detener su frenético ritmo de vida y a reflexionar, durante nueve meses, en su casa de Wodstock. De ahí surgió su álbum John Wesley Harding, plagado de parábolas y referencias bíblicas y hasta con un san Agustín que recorre los bajos fondos en busca de almas perdidas, como tal vez se sintiera el propio Dylan. En uno de sus recitales, tras su divorcio, en 1978, alguien arrojó una pequeña cruz al escenario, y Dylan la recogió. Aquello provocó su conversión al cristianismo evangélico y la creación de su llamada trilogía cristiana: Slow train coming (1979), Saved (1980) y Shot of love (1981). Sus fans le pedían rock y la crítica lo rechazó, aunque Leonard Cohen dijera que aquellas eran las canciones de góspel más bellas que había oído en su vida. Se enfrió el fervor cristiano, pero Dylan ha seguido manteniendo su interés por la Biblia y el lado místico del judaísmo. Incluso en 1997, contra el criterio de Ratzinger, Dylan aceptó la invitación del papa Juan Pablo II para cantar Blowin in the wind en el congreso eucarístico de Bolonia, ante un auditorio de 300.000 jóvenes. Llevando el agua a su molino, el papa dijo que el viento del que Dylan hablaba era la voz del Espíritu. Sin duda ese Espíritu que “tiene la ciencia de la voz”, reconoce la de Dylan, aunque no estoy tan seguro de que lo haga con esas adaptaciones que se cantan en las misas de niños y que algunos arrastramos como un pecado de juventud.

Carlos Eymar, filósofo, profesor del Instituto Universitario Gutiérrez Mellado (UNED)

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