Detrás del discurso

Hace justo dos años una profesora (preservaremos su identidad y aquí la llamaremos Eva) me propuso ser la voz de los ex alumnos en la fiesta de los 25 años de mi instituto. Lo acepté desorientado e incrédulo.

Nunca he sido un alumno modélico, y mucho menos durante la adolescencia. Repetí más cursos de los que cualquiera pueda imaginar, fui el campeón de los repetidores. Después, con el tiempo llegué a la universidad, saqué buenas notas, realicé un máster de dos años en uno y comencé los estudios de doctorado. Pero en el instituto boicoteaba mi propio futuro.

La invitación de Eva sirvió para “redimirme”, gracias a ella pude cerrar una etapa complicada de mi vida. Esta profesora me dio clase en dos cursos y únicamente durante un trimestre cada uno, pero mantengo un extraordinario recuerdo de ella.

Eva se encargaba de impartir la asignatura de religión en un instituto público, pero la reconvertía en clases de ética, historia de las religiones y sus filosofías, no estaba allí para evangelizar a nadie.

El día de la fiesta en cuestión hice el discurso en el patio delante de alumnos, ex-alumnos, profesores, ex-profesores…  Por supuesto, también intervinieron el director del centro, una alumna brillante y el concejal del distrito.

Y aquí llegamos al nudo de este escrito. Lo importante es conocer el público y el momento. El público lo conocía a la perfección: eran las personas de mi barrio, daba igual su edad, sexo o si no las había visto en mi vida. Y el momento también lo tenía claro: un momento festivo en un contexto de normalización de una crisis que todavía colea.

El discurso debía ser de reafirmación identitaria, somos de un barrio que hace menos de cien años era un gran matadero, y a pesar de no ser de una zona histórica de la ciudad, tenemos algo en común, el instituto. Además, debemos estar orgullosos de las personas que por allí han pasado, personas de todo tipo, a algunos les ha ido mejor a otros peor, pero todos hemos sido compañeros, amigos o enemigos.

Esa era la idea y salió bien, no vivimos en el país de la piruleta ni en la ciudad del arco iris. Vivimos en calles de cemento y cuando uno cae duele. Tener la oportunidad de explicar, oye he sido fracaso escolar, hace años que salí por la puerta de atrás de esta fábrica de salchichas pero he vuelto convertido en un hombre de “provecho”, he hecho lo que la sociedad espera que uno haga.

Aunque durante esos años duros algún profesor y profesora me dijera que no servía para nada, aquí estoy. He vuelto, hay vida más allá del instituto, aunque cuando estás dentro cueste tener perspectiva para ver más allá del próximo examen.

Cuando terminé mi intervención supe que había cerrado una etapa, me había quitado un gran peso de encima. Ahora duermo mejor, desde entonces casi no he vuelto a soñar que me llaman del instituto para que vuelva a hacer un examen que me falta. FIN.

Andreu Llabina, historiador

Compartir