En la procesión de covacunables

Me alegra poder comunicar a todos ustedes que estoy feliz y parcialmente vacunado con la primera dosis de astrazeneca. Y añado: me parece que seguimos sin darnos cuenta de que vivimos en una parte privilegiada del mundo y eso explica que las quejas por la ineficiencia de los servicios sean mayores que las muestras de agradecimiento por las muchas facilidades de que gozamos. Que en una situación de trágica pandemia, con medio mundo paralizado y otro medio a medio gas, uno, si haber formulado petición alguna, reciba en su teléfono un aviso personalizado invitándole a elegir día, hora y lugar donde ser vacunado contra el virus de covid, y de forma gratuita, es algo, creo, que hay que valorar y aplaudir. Cualquier persona que haya participado en la organización de alguna actividad sabe que, por más simple que sea (la actividad también), siempre acaba complicándose. Y aquí estamos hablando de millones de vacunas, de manera que quejarse por tener que guardar cola durante una hora no solo es ridículo: refleja tanta falta de paciencia y urbanidad como exceso de egoísmo.

Debo decir que nada de eso ocurrió durante la larga procesión de covacunables a la que asistí. Nadie, y éramos más de ciento cincuenta, en ningún momento mostró incomodidad, temor o reticencia, ni pidió una silla para hacer la espera menos cansada alegando artrosis, reuma, meniscos flojos o cualquier achaque propio de la franja de edad convocada, la de estupendos sesentones. Fue un ejemplo de civismo y responsabilidad. Yo acudí a la cita con un libro para aprovechar el tiempo pero no tuve ocasión de abrirlo porque el animoso compañero de trayecto estuvo durante toda la hora contándome su interesante vida, desde la mili como voluntario hasta su trabajo actual. La señora que nos precedía y que inevitablemente tuvo que oír las aventuras de nuestro amigo tuvo tiempo de cumplimentar con éxito tres sudokus, si bien dos de ellos bastante fáciles.

Al llegar al pinchazo nos dispersaron y tras él nos recomendaron quedarnos un cuarto de hora por el patio de la instalación por si se producía alguna reacción alérgica. Aproveché para buscar un banco apartado, pedí a Siri que me avisara en quince minutos y abrí, por fin, el libro. Al cabo de un párrafo:

—“Bueno, señor, tenemos quince minutos más. Pensaba que ya no nos veríamos y le he buscado porque quería despedirme. Ha sido muy agradable compartir este rato. Pues, como le decía, practicar ciclismo…”

Cerré el libro y me dispuse a aguantar las virtudes del pedaleo y lo que siguiera.  “Por cierto —oí que de repente decía— me noto los pies helados… ¿Usted no?” No. Yo tenía la cabeza como un bombo, pero no creo que fuera por la vacuna.

Jaume Boix, director de El Ciervo

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