Las calles, calladas y quietas, eran el escenario de una peli «fin del mundo”. Podías salir a la compra, y eso era todo. Entonces, si no cogías el coche, sentías esa sensación permanente de amenaza, por no cruzarte con nadie, porque te preguntabas quién habría tras las ventanas cerradas, las fachadas incólumes.
Pasaba lento a veces cerca tuyo un coche patrulla e inconscientemente agitabas tu bolsa de la compra como para decir “eh, que estoy aquí de legal”. Con el tiempo aprendiste a identificar unos turismos grises, medianos, que con los aplausos de las ocho encendían las luces azules y el sonido de las sirenas en su interior. Caías en la cuenta de que con esos también te cruzaste, que te vigilaron sin que tú lo supieras.
A fuerza de repetirlo un día y otro te acostumbrabas, el nerviosismo inicial daba paso al hábito, y solo quedaba en suspenso al cruzarte con otro viandante. Quién era. A dónde iba. Estaría enfermo. O quizá necesitado, y te atracara. No, eso lo descartabas pronto, había surgido a causa de la memoria de un tiempo pasado que ahora acudía a ti, cuando las calles era menos seguras, la ciudad menos cívica.
Con el paso de las semanas la monotonía de acudir a las mismas tiendas era tal que te buscabas recursos para alterarla. Caminos que no hubieras tomado en una vida normal, o anterior. Desvíos y pequeñas infracciones que iban contra las órdenes ministeriales y los decretos. Mínimas salidas de la válvula de presión de la cabeza, que chisporroteaba en un silbido de vapor constante. La angustia y el miedo se habían alojado en ese cuarto trasero del cerebro al que no miramos. Pero no dejaba de estar ahí de forma permanente. Un día te ibas más allá de la distancia que te hubiera correspondido, y no pasaba nada. Otro acudías al hiper en un paseo de media hora. De haberte parado la policía qué le hubieras dicho. No te habrían cogido en imprevisión, antes al contrario ibas preparando en la cabeza tus argumentos. Descartando el primero, no es mejor acudir andando que en coche. Pero entonces imaginabas al agente explicándote lo mismo que escuchabas en la televisión y claudicabas. Cuál es el límite del concepto “desplazamiento imprescindible”. Imprescindible para mi es este paseo de media hora ida y media vuelta más su regreso con una bolsa de la compra cargada. Te sacabas de la chistera una nueva excusa, esta más fácil de defender, pero aún así sabías que lo mismo podrían multarte.
Con todo lo más insólito eran los colchones. A fuerza de abrirte caminos nuevos, de recorrer calles del barrio que no solías frecuentar, aparecían. Así sin fundas ni sábanas bajeras mostraban toda la miseria que nunca dejamos entrever a los demás. Manchas. El color gris o pardo de telas avejentadas. Roces y roturas. Ninguno impecable y todos en condición suficiente como para necesitar renovación. Pero por qué ahora, te preguntabas, y porqué todos mis conciudadanos, tan cívicos en el interior de sus casas, largaban desechos como maleducados salvajes al cemento.
La idea osciló en mi cabeza sin que las preocupaciones diarias me permitieran investigar y solventarla. Luego, en las fases de la desescalada, leí en un noticiario que los desechaban las familias. Temerosas del pobre colchón porque había sustentado la convalecencia de un enfermo de coronavirus. Habíamos contemplado, sin saberlo, dos tragedias. La del miedo de quienes convivieron con la enfermedad en el interior de sus casas. Y también la de que algunos de esos objetos de nuestro mobiliario hubieran acogido a un cuerpo que ya nunca más estará con nosotros.
Martín Sacristán, periodista y escritor