«Una mujer» de Annie Ernaux

Mi madre supo que estaba enferma el viernes 16 de octubre, entre las diez y las once de la mañana. La violencia, entonces, se apoderó de mí, y creí enloquecer. Salí de la oficina con mi hermano al teléfono, él solo lloraba y gritaba, imagen que, con toda probabilidad, inventé después. Nunca aprenderé que hay personas que, sencillamente, elevan la voz. Podría enumerar sin mucho esfuerzo a las personas que llamé desde el autobús. A día de hoy, continúo hablando con ellas diariamente, yéndome a dormir leyendo sus mensajes. Escucho sus voces. Pero solo una viene, me pone la mano sobre la cara y me dice que es hora de cerrar los ojos. Ahora, no antes, me pregunto si verdaderamente he leído algo desde entonces, con autenticidad; si he sido capaz de hacer que una frase se encuentre con mi amor enrabietado y solitario y entender su sentido. Ahora, no antes, me pregunto si he escrito más allá de estos tres versos pesados y morosos: «[…] dime / si tendré el rostro de / mi madre al enfermar». Ahora, no antes, me pregunto por qué leía el 16 de octubre en el metro «Una mujer» (2020) de Annie Ernaux, por qué resuena en mí su lectura y qué significa que cada palabra se sienta como un golpe en la boca del estómago.

Este texto breve e irracional que nos regala la editorial Cabaret Voltaire anida en la mente de la lectora junto a «La mujer helada» (2015), «Memoria de una chica» (2016), «No he salido de mi noche» (2017), «El uso de la foto» (2018) y «Los años» (2019). Ese y no otro es su lugar. Porque si por algo destaca de la narrativa de Ernaux es porque la condición de «hija» es el parámetro clave para descifrar su escritura y orientarse a través de ella. Su vigor y, paradójicamente, su fragilidad proceden de un estatus que, con frecuencia, se ha tratado de subsidiario y penoso, cuando no constringente y opresivo. Confesarse «hija» o, lo que es lo mismo, «Ser Hija» (lo anoto así, en mayúsculas) para Annie Ernaux es un acto de desnudez, un síntoma inequívoco de apoplejía. La pérdida o desaparición de la madre es para la escritora francesa un acto simbólico cuya enjundia se asienta, por un lado, sobre la particularidad de la madre, en este caso de la suya, y, por el otro, sobre nuestra falta de originalidad al llorar su pérdida y recordar su memoria. Sí, de las nuestras. Llorar la pérdida y recordar la memoria de nuestras madres. Y nuestra vida es entonces un reflejo del modus vivendi, lo queramos o no, de ellas, tal vez para siempre. Un arte de la resurrección o de la tortura a través de lo cotidiano.

«A veces me imaginaba que su muerte no me haría ningún efecto», enfermedad. Enfermedad. Enfermedad. Puedo tachar la palabra «muerte» del libro de Annie Ernaux sin despeinarme y situar encima la palabra «enfermedad» por todas partes. Como cuando Gabriel Mejía Abad leyó «Sobre el Estado» de Lenin y sustituyó la palabra central, esto es, «Estado» por «Amor». Si la enfermedad fuese un gesto, sería el más cruel que experimentase la anatomía del corazón. En aquellas particularidades que comentaba, y que marcan irreversiblemente el ritmo de «Una mujer», una es capaz de advertir ciertas similitudes respecto a su propia madre («Madre, madre, madre…Todo tres veces.»), pero a medida que el relato adquiere velocidad, ese parecido se invierte y aleja a la madre representada de Ernaux de aquella que se sabe y conoce, la de cada cual, para aproximar la postura disidente por excelencia, la de los hijos. Al texto le salen de pronto una multitud de ellos, de ellas que solo saben llorar, que solo saben articular unas pocas palabras, como en el principio, y que apenas levantan la mano contra la puerta para no obtener nada más que un silencio. Patalea, pataleamos, patalean: el contexto o el perímetro que ocupa la orfandad posee una amplitud inusitada. La constante pérdida de la palabra en Ernaux le da origen, raíces a la rabia, la ira y al dolor que no parece asomarse por ninguna parte, pero que está ahí. Tras la escritura en apariencia lenta y reposada el alegato de la francesa es vil y feroz. La calma con la que escribe o, mejor dicho, desde la que escribe no podría ser más relativa. Me permito incluir aquí un fragmento quizá algo extenso pero altamente eficaz, que no efectista, solo será un momento: «Hace dos meses que empecé, escribiendo en una hoja “mi madre murió el lunes 7 de abril”. Es una frase que ahora ya puedo soportar, e incluso leer sin sentir más emoción que si esa frase fuera de otra persona. Pero no soporto ir al barrio del hospital y de la residencia de ancianos, ni recordar brutalmente detalles, que había olvidado, del último día que estaba viva. Al principio creía que escribiría deprisa. De hecho, paso mucho tiempo preguntándome por el orden de las cosas que decir, la elección y la disposición de las palabras, como si existiera un orden ideal, el único capaz de restituir la verdad concerniente a mi madre —pero no sé en qué consiste esa verdad—, y nada más cuenta para mí, en el momento en que escribo, aparte de ese orden».

Esta es quizá la joya, el mineral esbelto, tremendamente hermoso, repleto de poder que nos regala Annie Ernaux y que, a su vez, también nos manipula, pues la agrura del estómago ha de calmarse de alguna forma. «Mi madre supo que estaba enferma el viernes 16 de octubre, entre las diez y las once de la mañana». También. Soy «hija», como Ernaux. Cuando vi a la mía tras el anuncio, pensé con el libro en la mano para mis adentros: «Seguía siendo viva y fuerte, generosa». Ese es tal vez el límite entre la enfermedad y la muerte. Entre lo que se toca y se ve y lo que ya no se puede tocar porque no se ve: una madre es una mujer.

Andrea Toribio, hispanista y escritora

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