El pasado 27 de diciembre de 2018, en el diario El País, me encontré con dos curiosos titulares. El primero de ellos, destacado en portada, señalaba que España es el tercer país de Europa, tras Noruega y Bélgica, donde más decae el cristianismo. En términos cuantitativos, esa decadencia se cifraba en doce millones de personas. El segundo titular que me llamó la atención fue el que daba cuenta de la reducción, en un 62%, en los últimos siete años, de la publicación de libros de filosofía en España. A mi juicio, puede defenderse la existencia de un nexo entre la decadencia del cristianismo y la de la filosofía, como síntomas de una misma enfermedad del espíritu.
Hay quienes, prolongando un tópico ilustrado, siguen pensando que la filosofía es enemiga de la religión a la que, con demasiada frecuencia se tilda de superstición. Se opone Atenas, cuna de la filosofía y símbolo de la razón, a Jerusalén, encarnación de pathos religioso. El filósofo ruso Lev Shestov (1866-1938), en su gran libro Atenas y Jerusalén, que acaba de ser traducido en España (Hermida Editores), afirma que, a lo largo de la historia, los mejores representantes del espíritu humano rehuyeron siempre cualquier intento de contraponer Atenas y Jerusalén. Religión y filosofía racional han convivido pacíficamente a lo largo de la historia. Pero Shestov no se queda ahí, no se conforma con ese hecho histórico. En el fondo él se encuentra más cerca de Jerusalén. El objetivo de su libro es el de poner a prueba la pretensión de verdad de la razón humana o de la filosofía especulativa. El supremo fin del hombre no puede ser el del conocimiento. Para Shestov la misión de la filosofía no es la de reflexionar, entender o contemplar, sino la de luchar, crear dudas e inquietudes, aguijonear, hacer vivir. Al dejarse seducir por la serpiente y arrimarse al árbol del conocimiento, el filósofo, como Adán, desertó del árbol de la vida. La meta que se propone Shestov es la de liberarse del poder de esas verdades inanimadas que son los frutos que ha dado el árbol del conocimiento. Para ello se inspira en autores como Pascal, Kierkegaard o Nietzsche, sin olvidar a los grandes autores rusos como Dostoievski o Chéjov.
Hoy, la crisis de la fe cristiana y la de la filosofía se alimentan mutuamente. Ambas confluyen en un territorio común en el que el sincretismo religioso se hermana con un pensamiento líquido, inspirado por la neurociencia, susceptible de desembocar en cualquier técnica de relajación. Vacío, ausencia de misterio, indolora superficialidad, proliferación de académicos frutos muertos. Ese es el sustrato que está pidiendo a gritos, exabruptos como los de Unamuno y Shestov, invocaciones a la excepción, al milagro, a don Quijote y a la locura. Hoy, más que nunca, la voz tronante del profeta de Jerusalén se hace necesaria para que el filósofo de Atenas salga de su letargo.
Carlos Eymar, filósofo, profesor del Instituto Universitario Gutiérrez Mellado (UNED)