Vivir en Camboya

Las últimas semanas de mi vida las he pasado en

Camboya. Está en el hemisferio norte,  pero he tenido la sensación de estar disfrutando del verano durante este tiempo. Camboya es el hermano pobre de Vietnam y Tailandia, y aunque sus gentes vistan camisetas de los mejores equipos de fútbol europeos, desconocen tanto nuestra realidad como nosotros la suya.

Llegar hasta

Siem Reap supone estar un día entre aviones y aeropuertos. Salí de Barcelona a la una del mediodía y llegué a Camboya sobre las ocho de la noche. Los primeros tres días no fueron fáciles, estaba aturdido, y al jet lag se le sumaron el calor, los olores y el ruido.

El calor es constante, no cesa ni un segundo. Te acompaña a (casi) todas partes. Camboya es un país pobre, muy pobre, así que el aire acondicionado no es algo habitual. Me sorprendió el clima, pero llegué justo al final de la estación de las lluvias y viví el inicio de la estación seca-fría. Vamos, que la estación seca-cálida y la húmeda-cálida por suerte me las ahorré.

Los olores no siempre son agradables. Pensad que no existe un servicio de recogida de basuras público. Solo hay una empresa privada que recoge algunos días la basura de quien paga. Mucha gente lo suple quemando sus residuos en el patio. Varias veces me desperté antes de las seis de la mañana con el olor de plástico quemado (entre otras cosas) del vecino. Tardé en darme cuenta que la gente dejaba la basura en la calle, y con tanto calor huele mal rápido… y con los días puede oler realmente mal.

El ruido es constante: el de coches, motos, motores, perros ladrando, gatos maullando, música de discoteca a todo volumen, música del templo budista en horarios poco habituales, la llamada al rezo desde la mezquita, etc. En la ciudad no hay descanso. Cuesta encontrar una vía para dormir.

Llegué un jueves y hasta el domingo sentía que debía huir de allí lo antes posible. Pero todo cambió cuando fui a las afueras de la ciudad a pasar el día en un resort. Era la primera vez en mi vida que estaba en un lugar tan bonito y tranquilo, contaba con piscinas y todo tipo de complementos para el relax. Allí descubrí que cosas que en Barcelona no podría permitirme en Camboya las podía hacer por muy poco dinero.

Existe un gran contraste entre los espacios que hay para la gente autóctona y los que existen para los extranjeros, los precios de los productos son las barreras invisibles para separar ambos mundos. La segregación es económica, no racial. Los hijos de las familias acomodadas camboyanas empiezan a frecuentar espacios que hasta hace poco únicamente había extranjeros.

En Siem Reap, al igual que en el resto del país, existe un sistema neoliberal anárquico. No hay alumbrado, no hay ninguna planificación urbanística, no hay parques públicos (hay un parque en toda la ciudad, los jardines del palacio real), no hay ninguna restricción para construir, no se aplican ni se cumplen normas de circulación para vehículos. Es lo más parecido al

Far West.

En la calle donde vivía, había un hotel a un lado, delante otro, y estaban construyendo otro. Ir en bici era jugarse el pellejo y confiar en el caos. Vi y escuche pocos accidentes en comparación a lo que podría llegar a suceder. ¿Se imaginan ver una motocicleta con dos adultos y tres niños en contra dirección sorteando coches y bicicletas? ¿Se imaginan conductores de todos los vehículos conduciendo mientras con una mano sujetan el teléfono y miran el cielo? Pues todo eso y mucho más sucede cada día con total normalidad.

El país es joven, muy joven, están cansados de ser conocidos por los Jemeres Rojos, ellos prefieren que la gente les vea como los herederos de Angkor, la gran civilización que reinó Indochina entre el 802 y el 1463. La dificultad que tienen para hacer frente al día a día les limita, y cuando sean conscientes de que son la mano barata del mundo los palacios temblarán.

Foto: Andrea Schaffer

Andreu Llabina, historiado

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