Al volver de las vacaciones me ha tocado trabajar por las mañanas durante un mes. El resto del año voy por la tarde. Estos días me subo al tren de camino a Barcelona antes de las siete, cuando todavía es de noche. A diferencia de cuando voy al mediodía, veo siempre a las mismas personas. Cuando cojo el tren de la una y media de la tarde sí que hay gente con la que coincido siempre, pero no muchos. Ahora tengo cada día las mismas caras en el vagón y le atrevería a decir que cada una va en su sitio. Y, salvo un grupo de cuatro que tendrán entre 40 y 50 años y que siempre van juntos hablando, la mayoría ni siquiera duerme; va escuchando música con los auriculares o distraídas todo el trayecto con su móvil. Otras -no tantas-, con el libro.
Hasta aquí todo parece normal. Cualquiera que use de forma habitual el transporte público en una gran ciudad verá escenas parecidas. Pero ahora eso me choca porque vengo de hacer un tramo del Camino de Santiago francés, durante 20 días, y allí viví todo lo contrario. Nada más llegar a Navarra y sin conocer a nadie ya me fui a cenar con un grupo. Durante la etapa todo el mundo se saluda con el habitual “buen camino”, que cuesta el primer día pero al que luego uno se habitúa y ya sale de forma natural.
Allí conocí a gente maravillosa con la que compartí varias etapas del Camino, ratos en los albergues, comidas y cenas; conversaciones banales, sobre política y también más profundas. De todos me llevo un gran recuerdo y con muchos he mantenido el contacto pese a conocernos solo de esos días.
Lo que más me gustó del Camino es la solidaridad y el compañerismo que había entre todos. Aunque no nos conociéramos nos ayudábamos. Compartíamos lo que teníamos: comida, material para curar ampollas, agua o lo que fuera necesario en cada momento. Cocinábamos los unos para los otros y limpiábamos entre todos. Y todo eso contrasta con nuestra realidad en las ciudades, donde a veces ni si quiera sabemos cómo se llaman nuestros vecinos; o donde coincidimos cada día con una persona dos veces en el tren y a la que somos incapaces de dirigir la palabra y saludar.
Admito que a mí también me cuesta hacer eso mismo aquí. En cambio, durante el peregrinaje al ver a una persona por segunda vez era fácil ponerse a hablar; y no porque fuera yo quien entablaba la conversación. Allí todo fluía y la mayoría de la gente mostraba lo mejor del ser humano.
Durante el Camino, en Puente la Reina, conocí a una chica con la que podría coincidir cualquier día en el tren o en un restaurante. Comentábamos el buen ambiente que se respiraba entre los peregrinos y por un momento imaginamos que ella o yo estábamos sentados en un restaurante solos y que el otro se sentaba en la misma mesa sin conocernos de nada, algo muy habitual en el Camino. A ambos se nos hacía muy extraño y nos chocaba. Bromeábamos con empezar a hacerlo en los restaurantes de Barcelona cuando viéramos a una persona que comía sola; justificándonos ante las caras de sorpresa de los demás afirmando que veníamos de hacer el Camino de Santiago. Sería divertido hacer el experimento, pero hace falta valor para ello y tener muy poca vergüenza, y uno nunca sabe cómo acaban estas cosas.
Quizá lo normal, que no habitual, no es lo que hacemos aquí en la ciudad en el día a día, vivir aislados e incomunicados, sino lo que hacíamos allí en el Camino. Es difícil explicar el porqué de ese buen ambiente. Un amigo decía que se debe a que todos compartimos sufrimiento físico en un mismo camino. O simplemente es porque allí no nos conoce nadie y no tenemos prejuicios ni estamos condicionados por lo que puedan pensar los demás. Otra de las personas que coincidió conmigo unos días y a la que conocía ya de antes me decía que es probable que si no hiciéramos el Camino andando o en bicicleta y fuéramos en autocar, el compañerismo y las relaciones que se establecen no serían iguales.
Cuesta volver a la realidad tras veinte días aislado del mundo en un sitio donde hay tan buen ambiente, pero hay que ser optimista e intentar llevar el modo de vida de aquellos días a nuestro día a día, que no deja de ser un caminar.
Después de todo, puedo decir que fue un buen camino y desear a todos eso mismo: ¡buen camino!
Iñaki Pardo Torregrosa, periodista