“¿No deberíamos mirarnos al espejo y tomarnos mucho más en serio el problema de la corrupción empezando por la educación de los menores, por la escuela, y siguiendo por la coerción de los mayores?”, nos preguntábamos en el número de Julio-Agosto de
El Ciervo
tratando de comprender las causas de la tolerancia en nuestra sociedad con la corrupción. Un modélico reportaje de John Carlin en
El País
de hoy (19 de septiembre) sobre el amaño de un partido de fútbol juvenil en Cataluña da una de las claves del asunto. Muestra cómo se siembra la semilla de la corrupción entre nosotros y cómo el silencio de la buena gente abona la hiedra que trepa imparable y daña hasta ahogar los cuerpos a los que se agarra. Es un excelente y descorazonador reportaje que deja sin embargo una resquicio a la esperanza en la figura de un padre que se ha atrevido a denunciar y unos hijos que han reconocido su culpa y su vergüenza.
Como si viviera en España, también el papa Francisco habló ayer de corrupción, asunto en el que insiste con frecuencia. Se diría que le tiene harto y que busca cualquier pretexto para condenarla, cosa que en algún momento ha hecho con palabras muy duras. Ayer fue en el rezo del Angelus en la plaza de San Pedro. Comparó la corrupción con las drogas “que algunos –dijo– piensan poder tomarlas y dejarlas cuando quieren. Se empieza con poco, una propina por aquí, una comisión por allá, y entre una y otra lentamente se pierde la libertad. También la corrupción produce dependencia y genera pobreza, explotación, sufrimiento. ¡Y cuántas víctimas existen hoy en el mundo!” ¿Cuántas? Pues tantas o más que las de la peor plaga: “La corrupción es como un cáncer que destruye la sociedad”, así la definió él mismo en un tuit en octubre de 2015. Justo un año antes, en octubre de 2014, ante una delegación internacional de juristas Francisco condenó la “impúdica desfachatez” con que este cáncer letal crece en todas las capas de nuestra sociedad y “se ha vuelto natural, al punto de llegar a constituir un estado personal y social ligado a la costumbre, una práctica habitual en las transacciones comerciales y financieras, en las contrataciones públicas, en cada negociación que implica a agentes del Estado. Es la victoria de la apariencia sobre la realidad y de la desfachatez impúdica sobre la discreción honorable”, dijo esa vez. Y ya meses atrás, en 2013, en una homilía de su misa diaria había lanzado una severísima admonición –en un tono desacostumbradamente subido teniendo en cuenta que la misa es a las 7 de la mañana– a “los cristianos de doble vida que con una mano hacen donativos a la Iglesia y con la otra roban al Estado o a los pobres”. “Esta gente ¡roba!”, exclamó airado. Roba a los pobres, precisó, porque esos son las víctimas de la corrupción: “Si hablamos de los corruptos políticos o de los corruptos económicos, ¿quién paga esto? Pagan los hospitales sin medicinas, los enfermos que no reciben cura, los niños sin educación, los pobres”. Es algo que subleva al papa Francisco hasta el punto de considerarlo imperdonable: “Esta gente es injusta y su doble vida merece –lo dice Jesús, no lo digo yo– que le aten al cuello una rueda de molino y la echen al mar. Jesús no habla de perdón aquí”. O sea, sin perdón para los corruptos. No lo digo yo, lo dijo el Papa, aunque creo que no hablaba ex cátedra.
Jaume Boix, director de El Ciervo