Ansiedad, angustia, insomnio, depresión, estrés, hipertensión… son las consecuencias de la situación que los catalanes estamos sufriendo las últimas semanas. Llevamos desde septiembre –o incluso desde mediados de agosto, con los atentados yihadistas– padeciendo momentos históricos. Primero fueron las tensiones entre nosotros: las bajas de los grupos de whatsapp; los recelos entre compañeros de trabajo… Luego vinieron las divergencias familiares, las discusiones entre amigos. Me decía un chef el otro día que han vivido cenas muy tensas y que el ánimo celebrativo de los clientes ha bajado tremendamente. Las librerías venden un 30 por ciento menos; los teatros estrenan sin alegrías y los cines pierden también espectadores. No estamos para nada. En algunas farmacias han terminado sus reservas de valerianas y melatoninas para calmar los nervios sin receta. Hay esperas para visitar al médico de cabecera, al psicólogo, al pisquiatra. Los pacientes piden ansiolíticos, somníferos, y algunos, la baja.
A numerosos catalanes les preocupan temas de su vida tan esenciales como el puesto de trabajo, o su empresa; algunos se plantean cambiar de ciudad, a otros les asola la tristeza de descubrir que el mundo en que vivían se ha volatilizado. Ha aparecido algo tan primitivo como el miedo. Creíamos que las posibilidades de violencia en las calles no formarían parte de nuestras vidas. Ahora nada puede excluirse. Los que creen en la independencia no quedan al margen: las cosas se han puesto difíciles. Los días históricos se suceden, a veces con horario incluido: las 18 horas de la intervención de Puigdemont en el Parlament, con la Declaración Unilateral de Independencia suspendida al instante; las 10 de la primera respuesta de Puigdemont a Rajoy… Es un sinvivir. Procuramos reducir la ingesta de información; no estar pendientes de los medios digitales cada hora. En mi caso, me he pasado a las lecturas light: una tensión de novela negra es preferible a tensiones más graves; hay que volver a la música, que amaine nuestros nervios… Pero cuesta. ¿Dónde vamos, qué más dejaremos por el camino? No sabemos cómo terminará todo y ni siquiera cuándo. Lo único cierto es que ya hemos perdido.
Soledad Gomis, periodista