De poco sirvieron las luchas del gran helenista y académico, Francisco Rodríguez Adrados, fallecido a los 98 años el pasado 21 de julio, para que la enseñanza de las humanidades y las lenguas clásicas en España, no quedara reducida a un ínfimo nivel. Pese a lo cual, sigue siendo creciente la demanda de cultura griega en una sociedad tan tecnológica como la nuestra. El País saca su colección de mitos griegos a los quioscos donde también encontramos a Platón; la poetisa y reciente Premio Nobel, Louise Glück, escribió un poemario bajo el título de El triunfo de Aquiles, mismo personaje al que Javier Gomá dedicó hace unos pocos años su Aquiles en el gineceo. Aquiles a quien, gracias a la película Troya, ya empezábamos a poner la cara de Brad Pitt. Carlos García Gual, destacado discípulo de Adrados, ha publicado este mismo año La deriva de los héroes en la literatura griega (Siruela) y Voces de largos ecos (Ariel), mientras la británica Edith Hall, especialista en cultura clásica, en su libro Los griegos antiguos (Anagrama) sintetiza en un decálogo las que ella considera principales cualidades del espíritu helénico. Para terminar este breve muestrario, Emilio Lledó, en apenas dos meses y en plena pandemia, vio como se agotaba su libro Fidelidad a Grecia (Taurus), que ya va por la segunda edición. Aunque en él habla de Bartók y de muchas otras cosas, su entusiasmo por lo griego llega a alcanzar niveles de idolatría. Así, exalta la figura del Zeus Eleutherios, del dios que da libertad, del dios que no necesitó de una casta sacerdotal, del dios de una religión de la vida y de la fidelidad a la tierra, de la armonía y el conocimiento.
Con ese trasfondo, hay que saludar la aparición del libro de Charles Moeller, Sabiduría griega y paradoja cristiana (Encuentro). Se trata de un libro de 1946, recién traducido al español, que, a la luz de cuanto hemos dicho, recobra una gran actualidad. Su autor, sacerdote belga, gran estudioso de los clásicos y autor de la monumental Literatura del siglo XX y cristianismo, en seis tomos, aún partiendo de una gran admiración a la literatura griega, subraya su insuficiencia a la hora de explicar problemas como los del mal, el sufrimiento, el perdón o la muerte. Hércules mata a sus hijos, Orestes a su madre, y Edipo a su padre, pero no podemos considerarlos culpables porque sus acciones son inducidas o impuestas por los dioses. Sus malas acciones no son libres. Malos, malos, lo que se dice malos, son Macbeth, Yago, Ricardo III o Stavrogin. Pero ni Shakespeare ni Dostoievski, hubieran podido crear esos personajes, sin la atmósfera de libertad absoluta del hombre, predicada por el cristianismo, una libertad capaz de abrazar el infierno con lúcida frialdad. Los griegos, que consideraban intolerable la adversidad, tampoco hubieran comprendido el gesto compasivo hacia su bufón, expresado por un rey Lear, abandonado a la intemperie y despojado de todo. En fin, la triste y desvaída supervivencia del hombre griego tras la muerte, no resiste la comparación con la escatología de Dante, con esa luz eterna de la rosa mística de cuyo interior brota la sonrisa de Dios.
El libro de Moeller, lejos de rechazar a los griegos, constituye un estímulo para releer y profundizar en Homero, en Hesíodo y, sobre todo en Esquilo, Sófocles y Eurípides, confrontándolos con el genio del cristianismo que inspiró a Dante, Shakespeare, Racine y Dostoievski. La admiración de La Escuela de Atenas de Rafael, no debe hacernos olvidar que se sitúa enfrente de La Disputa del Sacramento en la misma Stanza della Segnatura del Vaticano. Rafael nos está diciendo que el dedo de Platón apunta hacia la verdad revelada.
Carlos Eymar, filósofo, profesor del Instituto Universitario Gutiérrez Mellado (UNED)