Dos mundos. Uno que se acaba y otro que ya está aquí; y que es efímero. También finito. Es Barcelona por la mañana.
Como cada noche ella duerme en el cajero. Para algunos, que no cierren es la verdadera obra social de las entidades. Despierta aún en la oscuridad y se calza lentamente unas sandalias antes de buscar un cigarro. Alguien ya le ha dejado un café con leche y una pasta de una panadería cercana. La vida no lo hace, pero su ángel de la guarda anónimo sigue cuidándola. Y es probable que ella lo espere al acostarse. Los pobres están en todas partes -y necesitan esperar, esperanza-, en todos los mundos, en los dos. Sólo es cuestión de fijarse, de asomarse a la ventana o de levantar la cabeza de la pantalla.
Antes de eso, justo antes de embutirse y aglomerarse en el metro, un matrimonio mayor colapsa la cola de acceso en La Sagrera en hora punta. Intentan meter la tarjeta en el acceso de bicicletas y carritos. Él, con parsimonia, lo logra. Ella, no. Vuelve a atrás. Lo que suele ser un atajo para los ajetreados hoy es un embudo. Pero ellos no tienen la culpa; tampoco prisa. Aunque es caduco, disponen de tiempo. Saben esperar. Los demás, para ese entonces ya malhumorados, no. Un mal endémico y generacional, el de las prisas, que es probable que ya no se cure con la edad. Otro mundo que se acaba, un mundo con tiempo, un mundo que espera algo y que aguarda. Un mundo paciente que rehúye la sobreaceleración constante.
Y a media mañana, hora del desayuno. El quiosquero saca de su escondrijo la lata de cerveza. Arregla la postal con un bocadillo y almuerza tranquilo entre sus diarios y demás productos. Sobre todo entre los demás productos, porque el negocio de la prensa escrita ya no es lo que era. Otro mundo que se agota. La información ya no espera y él ahora vende cartuchos de tinta, cargadores de móvil, auriculares, sartenes, chicles, chocolatinas y otros dulces industriales, además de tabaco, artículos de colección para niños, y cualquier cosa menos una prensa que se resiste a morir y busca cómo persistir en el cambio. Esos diarios no dejan de ser la tapadera que, a duras penas, le permitirá llegar a su pronta y esperada jubilación.
La muerte, tan ineludible para la mujer del cajero como para su ángel, es lo otro que le queda por esperar, en el mejor de los casos acompañado. Al quiosquero, al matrimonio mayor y a los ajetreados. A todos. También al que no va en metro.
Pero en realidad, no se acaba el mundo. Cambia y así es como permanece, diría el sabio ya ausente. También permanecen las palomas de plaza Catalunya entre turistas, (pseudo) fotógrafos y viandantes que en otros puntos de la ciudad las atosigan y espantan con su transitar. Por su experiencia saben que tras su paso habrá otro instante de calma, un momento para picotear. Lo esperan. Y el que espera, no se roba a sí mismo, deduzco de lo que dice Andrea Köhler en El tiempo regalado. ¿No seremos todos ladrones?
Iñaki Pardo Torregrosa, periodista