Los temas para escribir se presentan de maneras insospechadas. Hoy elijo reflexionar sobre la queja. Mientras iba caminando por la calle Floridablanca, me topo con una tienda de colchones. La tienda se llama
El Gigante del colchón y de rebote mi memoria se acuerda de la Princesa del guisante. Mi madre explicándonos ese cuento en italiano antes de irnos a dormir. Supongo que princesas y gigantes pertenecen al mismo mundo fantástico, y la princesa del guisante está relacionada con los colchones.
Una noche se desencadenó una terrible tormenta. Nevaba muchísimo, como hoy en todo el estado. Los relámpagos iluminaban el cielo y los truenos sonaban muy fuerte. De pronto, se oyó que alguien llamaba a la puerta del castillo. La familia no entendía quién podía estar a la intemperie en semejante noche de tormenta y fueron a abrir la puerta.
–¿Quién es? – preguntó el padre del príncipe.
– Soy la princesa del reino de Safi – contestó una voz débil y cansada.- Me he perdido en la oscuridad y no sé regresar a donde estaba.
Le abrieron la puerta y se encontraron con una hermosa joven:
–Pero ¡Dios mío! ¡Qué aspecto tienes!
En el castillo le dieron ropa seca y la invitaron a cenar. Poco a poco entró en calor al lado de la chimenea. La reina quería averiguar si la joven era una princesa de verdad. Colocó un guisante debajo de los muchos edredones y colchones en la cama. Si la princesa lo notaba y se daba cuenta sería una verdadera princesa. Demostraría su sensibilidad. Al llegar la noche, la reina colocó un guisante bajo los colchones y después se fue a dormir.
A la mañana siguiente, el príncipe preguntó:
–¿Qué tal has dormido, joven princesa?
–¡Oh! Terriblemente mal – contestó -. No he dormido en toda la noche. No comprendo qué tenía la cama; Dios sabe lo que sería. Tengo el cuerpo lleno de cardenales. ¡Ha sido horrible!
– Entonces, ¡eres una verdadera princesa! Porque a pesar de los muchos colchones y edredones, has sentido la molestia del guisante. ¡Sólo una verdadera princesa podía ser tan sensible!
Luego los príncipes se casan y comen perdices.
La historia es que, en casa, cuando se hace referencia a la “principessa sul pisello” dista de ser un halago, o de decir “qué sensible eres” en versión positiva. Más bien queremos decir, qué quejica que eres, a pesar de todos los colchones y edredones, te quejas del guisante. Pobre Andersen, nos hemos quedado con el efecto opuesto al que buscaba.
Quejarse un rato en plan desahogo no está mal. Sin embargo, si nos apoltronamos y aferramos a la queja, esta puede convertirse en un estilo de vida. De pronto, un día, salimos a pasear con los amigos o la pareja, y a cada paso encontramos algo que está mal: este ha tirado un papel, este ha cruzado en rojo, el otro no ha recogido la caca del perro, el niño escupe, la madre grita, hace frío, mierda de bicis, mierda de monopatines, vaya con los turistas, qué contaminación, y ahora este se para en medio de la calle impidiéndome pasar… Esto hará que no disfrutemos del paseo o de la compañía y la conversación que nos acompaña. La queja no resuelve nada.
Así es como recuerdo otra escena, más tarde esta vez, durante mi adolescencia. Sentada en la cocina protestando o criticando algo, y que alguno de mis padres me dijera, bueno Lucía y qué piensas hacer, porque si no haces nada, la situación seguro que no cambia. Si la princesa nota un guisante o bien baja a sacarlo de donde esté, o bien lo acepta y duerme con él. La queja culpa a los demás, y nos exime de responsabilidad. Como si nuestra felicidad dependiera de los demás, del exterior, como si fuéramos víctimas de lo que nos rodea.
¿Qué pasaría si nos dejáramos de quejar? Dicen que obtendríamos un mayor nivel de felicidad y aprenderíamos a comunicarnos mejor con nuestro entorno. Intentaré no ser princesa por un día.
Lucia Montobbio, periodista y mediadora