Lydie Dattas, carta al corazón mismo de la Belleza

1690 y 1866 son dos fechas importantes; en la primera, emplazamos la escritura de la Carta Atenagórica, de Sor Juana Inés. En la segunda, la Carta a Eduarda, de Rosalía de Castro, ensayito que tantísimo obsesionó a Carmen Martín Gaite. Ambos textos, tan radicales en su propuesta y concepción, simbolizan una respuesta moral a una problemática de tipo intelectual, a través de un género particular, la epístola. La carta se convierte en un espacio desideologizado y paradigmático. El artefacto despliega su verdad y esplendor, y expone la construcción de una conciencia propia, frente a un ágora poblada de hombres, cuya máxima no es otra que la de señalar a la mujer públicamente y desplumar sus ínfulas, inhabilitar su bachillerismo —que es, en la mayor parte de los casos el envés de un camino autodidacta—, y subrayar su culpabilidad. Con todo, ridiculizar a la mujer por ser mujer, y servirse de la escritura para ello. El pequeño movimiento de nuestra queridísima monjita para finales del xvii inaugura una tradición de extenso recorrido en las letras hispanas, cuyo guante recoge con suma elegancia aquella hija del mar. La redacción sorjuanesca fue instrumentalizada a posteriori por el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, con el propósito de atacar al arzobispo de México, Francisco de Aguiar y Sejías, un tipo bien conocido por su odio absoluto hacia las mujeres. Y aquí hago un alto: un tipo bien conocido por su odio absoluto, acérrimo e imperturbable, hacia las mujeres. Y la de la gallega desface el entuertito singularmente. El texto de Sor Juana iba, en realidad, dirigido al Padre Antonio Vieira, como contestación a su Sermão do mandato, pero su autoría se ve aniquilada por las rencillas del obispín. Rosalía establece, aunque de manera ficticia, un canal comunicativo inequívoco: Nicanora escriba a Eduarda, y aquí no hay más tu tía. La autoría es clara, y la verdad literaria se corresponde con la verdad histórica, sin fisuras ni tergiversaciones capciosas.

El hecho de que una mujer posea un proyecto intelectual causa molestia, incomodidad, ampollas. Así nos encontramos ante La noche espiritual (2021), de Lydie Dattas, libro bello y magistralmente ideado, que publicó a comienzos del verano Errata Naturae. En él, Dattas nos cuenta cómo un día su primer marido, Alexandre Romanès, invita a Jean Genet a casa. Ella, en un gesto de admiración y hospitalidad, decide acudir a su encuentro, charlar; plantearle sus dudas e inquietudes, y sucede: «Al día siguiente, Genet decretó mi destierro: “No quiero volver a verla, me contradice una y otra vez. Además, Lydie es una mujer, y yo odio a las mujeres”». «Además, Lydie es una mujer, y yo odio a las mujeres», otro alto. Es llamativo que sea Genet quien le dedica ese «racismo», que es como Martín Gaite se refería a todo aquel que le denegase la palabra, a Dattas, ¡siendo él quién es y de dónde viene! Pero claro, quién es Nathalie Sarraute o Violet Leduc hoy, ¿verdad? ¡Teniendo ambas también, como Genet, la marca del proscrito! ¡Pf! ¡Qué de exclamaciones! Pero, ay… Ahí tenemos a Genet, otro representante del odio sistemático y endémico a las mujeres por ser mujeres; un odio que, transformado por ellas en conocimiento, razón y empatía, devuelven con la brillantez y la dignidad de las que no las creían capaces. Sigue Dattas: «Estas palabras [las de Genet], que me arrojaban a la noche de mi sexo, me desesperaron. Hallando mi salvación en el orgullo, decidí escribir un poema tan bello que lo obligaría a volver a mí. (…) Venciendo la desesperación escribí La noche espiritual para herirlo tan radicalmente como había hecho él, pagándole la muerte con muerte». Si te paras a pensarlo un poco, no digo siempre siempre, pero sí de vez en cuando, estos escenarios, estas situaciones dan mucha vergüenza. Tanto dentro, como fuera de la literatura. Causan sonrojo y proceden de un sonrojo inicial de una mujer provocado por un interlocutor altivo que no hace más que subrayar otra cosa distinta a la que pretende.

Y sí. Genet volvió. Pero ya no importó más, el poema quedó escrito. Una composición cuyo receptor debía resistir a pie quieto la luminosidad de la conciencia que le hablaba: . Sus palabras tiene la destreza de un fotón, y la manera en la que propone consagrar el alma a la escritura, y hacer de ese ofrecimiento un motor de vida, genera luz. Dattas lo dice muy bien; habla del espacio del poema, de la grafía, como «un vagabundeo eterno al margen de lo espiritual». La recriminación de Genet solo atiborra el deleite mercenario de la autora. Su razón se convierte en mecenas de su largo poema, y entonces nadie puede expulsar a nadie de la belleza, menos aún si esta mana de un objeto emancipador y voluptuoso, como es la relación que cada cual establece con el lenguaje: «Proscrita de la razón, no mendigaré las migajas de una espiritualidad negada desde siempre, sino que me apartaré de ella aún más para, mostrando mi respeto mediante la retirada, dejarla intacta y, mediante la abjuración de toda espiritualidad, preservar la Belleza…». Los poemas establecen distancias entre las cosas, nuestros objetos, los de los demás, los que no son de nadie. También entre las personas. El de Dattas mide la suya frente a Genet y calibra el tiro: «A veces, en el sufrimiento que me inflige pensar en mi abyección, creo leer el signo de una posible remisión».

«Hombres necios que acusáis / a la mujer sin razón, / sin ver que sois la ocasión / de lo mismo que culpáis», que decía Sor Juana. Cuando esta última apela a la «razón», no quiere decir que la acusación no posea diana; se está refiriendo a la mujer como un ente desprovisto de conciencia, de aire y luminosidad. Tampoco Rosalía de Castro quiere decir espíritu y cuerpo cuando habla simple y llanamente del espíritu: «una poetisa o escritora no puede vivir humanamente en paz sobre la tierra, puesto que además de las agitaciones de su espíritu, tiene las que levantan en torno de ella cuantos la rodean».

A lo que íbamos.

Et tu, Brute?

P.D. El librito tiene un apéndice con tres cartas: una de Jünger, otra de Grosjean y, finalmente, de Genet. Rescato una cita de cada una de ellas. Jünger dice: «Acaso la fuente concreta de su tristeza sea patrimonio de las mujeres: debe al sexo una profundidad añadida»; Grosjean escribe: «No esperaba menos de usted, que, pese a sus éxitos poéticos, ha seguido teniendo el alma más grande que su escritura»; Genet: «He recibido una bofetada».

Et tu, Jean Genet?

Andrea Toribio, hispanista y editora

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