Si hay una escena común al cine de mafiosos es el malo entrando con la automática en el garito y dándole al gatillo. De todas sus balas perdidas las más certeras solían abatir al pianista, obligado a tocar en un estrado elevado y por tanto blanco fácil. Iba a ser el único momento de la noche en que envidiaría a esos ágiles y cobardes clientes, que pueden tirarse bajo las mesas para salvar la vida. Pero en fin, no había estado mal ser la estrella, alma del local, un poco reconocida y regularmente pagada.
Ahora imaginen que los clientes, una vez el criminal se marcha, se ponen en pie para linchar al pianista. La culpa de que estén allí es suya, dicen, por la magia de su interpretación, por su capacidad para abarcar un repertorio de moda. Porque aparece con su figura y su piano en todos los carteles. Y ellos no son más que víctimas que se dejaron seducir por ese deseo de ir al local del que todos hablan. Le echan en cara también las noches en que bailaron, sedujeron, y disfrutaron de los magníficos cócteles servidos allí. Ha puesto a todos en peligro y hay que acabar con él.
Semejante reacción no tiene ningún sentido, y sin embargo damos por válido el linchamiento análogo a la publicidad, a toda hora. Pues prepárense, porque he venido aquí a hacer de Eliot Ness. Les advierto que voy armado. Tengo mi licencia en publicidad, que obtuve en un universidad llena de humo de cigarrillos y partidas de mus en el bar. Aproveché para sacarme también la de periodismo, y después pasé veinte años en agencias de publicidad. Si les muestro mis credenciales no es para que pongan las manos arriba, sino para indicarles que sé de qué hablo.
No perderé el tiempo en discutirles todos sus argumentos sobre lo engañosa, fomentadora del consumo y del capitalismo desbocado que es la publicidad. Antiecológica, antisocial, incluso ludópata cuando no adictiva. Como portadora de todos los males de este mundo y sexto jinete del Apocalipsis solo puedo decirles que debió inventarla el Demonio. Porque además de inducir al pecado, sus tentaciones funcionan. Ya lo creo que funcionan. ¿Y ya se han preguntado para qué sirve, aparte de para vaciarles el bolsillo?
Yo se lo diré. Sirve para que todos y cada uno de ustedes conozcan la verdad cuando un político les miente. Para sacar a la luz los abusos de las empresas. Para llamar la atención del gobierno, la justicia y las leyes sobre aquellas situaciones sociales que no están bien. Para que se interesen por la próxima ganadora de todos los óscar, la música con la que bailarán o los libros que han de marcar su vida. La publicidad, señores, paga el periodismo y la difusión de la información. Ha sido así desde que se fundaron los periódicos, y lo ha sido cada vez más porque ustedes no quieren pagar. Porque se han creído el 2×1 y el rebajas y el gratis que inventamos nosotros, los publicitarios. Y que con internet se nos fue a todos de las manos, porque una serie de gurús dijo que la red sería la forma de compartir gratis el conocimiento.
Déjenme recordarles cuántas cosas se pueden conseguir gratis. ¿Comida, calor, casa? Ninguna. Si han leído hasta aquí, es porque estas son las palabras no pagadas de un colaborador de El Ciervo, que escribe sin cobrar en el blog, y se considera afortunado de compartir con tantos otros ilustres este espacio. ¿Saben porqué puedo hacerlo? Porque me gano la vida en otros sitios, con la publicidad, el periodismo y los libros. Así que cuando vuelvan a quejarse de los anuncios, al leer algo por lo que no pagan en internet, o cuando interrumpan su programa, su película, en los canales abiertos de televisión, recuerden. La publicidad, además de chivo expiatorio de tantos males, es un mal necesario. Si alguna vez dejara de existir, moriría el periodismo, y la revista El Ciervo quedaría tocada, como tantas otras, porque los quioscos cierran y las suscripciones decrecen. Háganme caso y dejen en paz al pianista. Él solo vino aquí para ganarse la vida. Aunque toque como los ángeles.
Martín Sacristán, periodista y escritor