Es muy difícil regalarle algo a un niño por pequeño que sea. Tiene todo lo necesario e innecesariamente imaginable. A menudo el éxito está en el genitivo y la ocurrencia es celebrada como un afortunado descubrimiento. Regalémosle un ordenador de bebé.
Los niños de la abundancia tienen de todo. Desde brazos que los alzan, comparten, rotan hasta semiólogos que dictaminan si un mismo lloro responde a calor, hambre o gases en el aparato digestivo. Cuentan incluso con antepasados antisistema que piden que les dejen tranquilos.
Un psiquiatra infantil, que observaba a diario la evolución de un bebé ajeno, nos contaba cuán trascendentes son los seis primeros meses en la formación de la personalidad.
Si Juan Manuel tiene razón, a las diversidades genéticas hay que sumar la diferencia numérica de los brazos que acunan en los dos primeros trimestres. Y podemos inferir las disparidades que van a tener los niños de los muchos y pocos estímulos.
De ser una sociedad inteligente, en la imposibilidad de homogeneizar tantas otras cosas, armonizaríamos regalos y caricias, ni tantos, ni tan escasos. Con la perspectiva que da el que no son nuestros bebés y el convencimiento de que el futuro será mejor.
En esos días cuando nos enterábamos mínimamente de lo que discurría en las calles de Estocolmo, con tono persuasivo, y quizás mintiendo deliberadamente, otros transeúntes nos planteaban, ante un transgresor que cruzaba una calle en rojo, su infancia habrá sido muy difícil.
En relación a la mezquindad de los que no comparten, de los que cierran la muralla, de los de la caridad bien entendida y de los ismos que se desarrollan por puro aburrimiento, me gustaría que Juan Manuel nos aclarara si han tenido muchos o pocos juguetes, demasiados o escasos.
Jordi Delás, médico