De profesión sus labores. Así definió Eduardo Mendoza su oficio y hasta su quehacer en la vida en el bonito discurso de aceptación del premio Cervantes. Este es, como saben, el más importante galardón de las letras hispanas, por lo que el premiado se declaró muy agradecido y contento, pero añadió que el honor de haberlo recibido no le hará cambiar: “Seguiré siendo el que siempre he sido, Eduardo Mendoza, de profesión sus labores”.
Con esta declaración llena de bienhumorada modestia o humildad, o sea de sabiduría, Mendoza despejó de muy cervantina manera el menor atisbo de vanidad acechante –”la vanidad es una forma de llegar a necio dando un rodeo”, precisó– y resumió su concepción del humor como actitud, como programa, como la lluvia fina que imprime el carácter del autor y del lector. Eduardo Mendoza explicó que esta idea la tomó del Quijote, donde descubrió que el humor “no está tanto en las situaciones ni en los diálogos como en la mirada del autor sobre el mundo. El de Cervantes es un humor que reclama la complicidad entre el autor y el lector, que lo impregna todo y todo lo transforma. Consigue que el lector no disfrute tanto de la intriga del relato como de la compañía de la persona que lo ha escrito”. Bien visto, pero ¿cómo se consigue?
Su discurso es una lección de cómo alcanzar este digno y nada fácil propósito –una lección involuntaria, porque nada parece más ajeno al talante de Eduardo Mendoza que algo tan pretencioso como ir por ahí impartiendo lecciones–. Primero, brevedad, señal de educación y cortesía cuando uno habla, sobre todo si habla de sí mismo. Después, el tono: suave, cordial, amable, elegante. Luego, la claridad de las ideas y la sencillez en su exposición (o viceversa). Y, por fin, algunos toques fulgurantes de gracia, chispas bien dosificadas que aparecen como naturales corolarios del discurso, en armonía con el tono y no como ornamentos disonantes, forzados o extemporáneos. Por ejemplo:
“De nada me puedo quejar e incluso ha mejorado mi estado de salud: antes padecía pequeños desarreglos impropios de mi edad y ahora estos desarreglos se han vuelto propios de mi edad”. O: “El que lee una obra de ficción y no se cree nada de lo que allí se cuenta, va mal; pero el que se lo cree todo, va peor”. O bien: “Yo creo que Don Quijote está realmente loco, pero sabe que lo está y también sabe que los demás están cuerdos. Es justo lo contrario de lo que me ocurre a mí. Yo creo ser un modelo de sensatez y creo que los demás están como una regadera y por este motivo vivo perplejo, atemorizado y descontento de cómo va el mundo. Pero en una cosa le llevo ventaja a Don Quijote: en que yo soy de verdad y él un personaje de ficción”.
Eduardo Mendoza hizo con su discurso una defensa teórica y práctica del humor, reivindicó este género, tradicionalmente poco considerado o tenido por menor. No lo es, claro. Como dice en su último libro, Las barbas del profeta, la literatura genuina suscita más preguntas que respuestas y a veces, como en el caso de la Historia Sagrada, en lugar de ofrecer enseñanzas producía estupor. Es muy cierto que, en Cervantes como en Mendoza, el humor hace buena compañía, lo que a fin de cuentas es el mejor premio y quizá el mayor elogio que puede hacerse a un libro y a su autor.
Jaume Boix, director de El Ciervo