Nos podemos poner de acuerdo en muchas cosas, pero en otras no solemos. Por ejemplo, cada uno piensa sobre el origen de la Transición de una manera.
El historiador Santos Juliá la hace comenzar en 1937 y no le falta razón. Otros piensan que fue la Ley 44/1967 de 28 de junio de libertad religiosa que Franco no quería aprobar tras el Concilio, pero el general Muñoz Grandes le convenció: sí, lo que había dicho el Concilio sobre la libertad religiosa el 7 de diciembre de 1965 era válido también para España. La huelga general pacífica (HNP) que el Partido comunista defendió desde 1956 es otro buen motivo para que algunos piensen en el comienzo de la Transición. ¿Pudo ser el giro pro-occidental en septiembre de 1942 cuando Serrano Suñer perdió todo el poder? Otros pensaron que la Transición empezaba el día que el almirante Carrero Blanco saltó por los aires en la madrileña calle Claudio Coello. Hay tantos comienzos de la Transición como transiciones.
Yo creo que empezó el 30 de junio de 1951, el día en que apareció el número 1 de El Ciervo, una revista joven –sigue siéndolo– hecha por jóvenes periodistas católicos procedentes de las Congregaciones marianas de los jesuitas de Sarrià, que empezó como publicación de la Asociación católica de propagandistas, pero que ya en el número 2 habían dejado de serlo para poder escribir con humor, libertad, valentía y delicadeza, es decir, habían dejado de ser hijos de los “vencedores” (no todos) de la incivil guerra para engendrar una nueva y aristotélica “amistad cívica” –y evangélica– los derrotados, presos, exiliados o empobrecidos.
El gran cambio ocurrido en la España de los años 40, 50 y 60 no fue el desarrollismo y el “600”, sino la democratización de los comunistas, lenta pero inexorable, y la conversión de los católicos. Aquella “caída del caballo” de que hablaba don Joaquín Ruiz-Giménez, su camino de Damasco, tras leer la encíclica Pacen in terris del santo papa y fundar aquella escuela de parlamentarismo que fueron los Cuadernos. En 1977 los demás seguían siendo casi iguales a los de 1936: los liberales seguían siendo liberales, y así todo los demás: los republicanos, socialistas, nacionalistas, “moderados”, monárquicos y los otros. No habían cambiado, habían decidido pactar. Pactar es muy importante. Cambiar sólo habían cambiado los comunistas (no tanto, la verdad) y los católicos, muchos y en muchas cosas.
Cuando en Madrid pudimos votar a un socialista (Aguilar Navarro), a un monárquico liberal (Satrústegui) y a un democristiano (Villar Arregui) como senadores para la democracia, estábamos votando lo mismo que los europeos llevaban votando desde 1945 o 1949, y que se había ido convirtiendo en casa común europea. La transición fue el pacto y el cambio. Ver a Dolores ocupar la presidencia de edad de las recién recuperadas Cortes democráticas y negociar un pacto para una Constitución que integrase a todos, porque nadie quedaba fuera del todo.
El final se puede precisar con más rigor. Hay otras fechas posibles, pero una me parece más indiscutible: el 12 de marzo de 1986, entre las 8:15 y las 8:30 de la tarde. Supimos los resultados del referéndum de la OTAN. Me acercaba desde un pueblo de la periferia a Madrid para celebrar el triunfo del SÍ en la plaza de Santa Ana. En el transistor (entonces no había móviles) se anunció el resultado. Chocamos contra la realidad. El PSOE se hizo eterno como partido de gobierno; los comunistas crearon izquierda unida, los nacionalistas se empezaron a alejar y los conservadores a rearmar para volver. Cambió el estilo y diez años más tarde el gobierno. Al regresar a casa aquella noche de marzo de 1986 sabíamos el triunfo de la “Realpolitik” (del alemán, “política de las cosas” –las “res”) que teníamos que seguir sacando a pasear un globito rojo todos los días (y que eso cuesta y ustedes lo saben, había dicho y dibujado Mariscal en El Ciervo años antes).
A partir de entonces, cada gobernante quiere empezar una segunda transición, pero no está claro a qué se refiere. Transición hubo una, entre 30 de junio y 12 de marzo, que tardó treinta y cinco años.
Josep Maria Margenat, profesor de Filosofía Social en la Universidad Loyola Andalucía