La belleza de Gabrielle Wittkop me abruma, y me sume en un estado de amor indescriptible. El egoísmo feroz del no querer compartir algo recién descubierto con nadie. Y ese algo se titula: Cada día es un árbol que cae (Cabaret Voltaite, 2021). El nombre del libro en castellano es un endecasílabo hermoso, pese a que en francés no conste este modelo métrico.
Vuelvo a pulsar play a la entrevista que encuentro en YouTube. Wittkop dice: «Vivir el amor o, más concretamente, vivir en el amor es el carpe diem más auténtico; es decir: “estoy viva… ¡todavía! Es un sentimiento salvaje que habitas y que te habita todo el tiempo. Todo el tiempo”.» Y me quedo así, definitivamente en las nubes, embriagada de buen querer hacia su escritura.
En esta novela se narra el relato de Hyppolite, una mente que se desvanece y que desaparecerá cuando la lectora cierre el libro. Su existencia se ata a la vida de las palabras, a un sinfín de fogonazos o recuerdos sobre viajes exóticos a lugares lejanos. También al paraíso perdido, a la infancia. Su memoria igualmente se aferra a la etimología de su propio nombre, y cada frase se convierte en un caballo que galopa desbocado hacia el encuentro con el tiempo: «Pero yo necesito relojes, necesito fechas».
La crudeza de la literatura de Wittkop reside en el modo en el que se refiere al deseo desde la evocación y la sensualidad que mana del puro recordar. La palabra anhelante de esta hacia las mujeres —o hacia la idea de una mujer— se lee en esta novela en ausencia de un ego masculino. En este sentido, es un libro extraordinario para entender que el hecho de que haya mujeres deseando a otras mujeres no tiene que explicarse, si es que debiera hacerlo, en clave masculina. La mirada de los hombres no es la única posición desde la que se puede admirar o leer un cuerpo de mujer. Una atalaya empoderada que transcurre más allá de la normatividad puede advertirse asimismo en Gigolá (Cabaret Voltaire, 2011), de Laure Charpentier, lectura que recomiendo, ya que nos hemos puesto a charlar de esto y de aquello, con mucho ardor y cierta calentura.
Hyppolite, contada —alternamente— en primera y en tercera persona, tan solo evidencia el acontecer de un desdoblamiento. ¿Escribir o vivir? Existir es la consecuencia directa de la sucesión del tiempo: regenerar nuestra identidad en el parpadeo que la historia nos permite captar. La protagonista o, sencillamente, el nombre que le pone Gabrielle Wittkop al hecho de haber vivido, es una personalidad fragmentada que se revuelca en la riqueza del lenguaje con voluptuosidad. Bajo las páginas de Cada día es un árbol que cae, late el I Ching, un clasicismo kitsch, así como un misticismo que rinde culto a lo cotidiano. Si la escritura es la única amistad amorosa para la autora de El necrófilo (1972), el árbol de la vida tendría que ser un libro para entretener al tiempo.
El título de este testimonio-objeto, je ne sais quoi, que encontrase la secretaria de Gabrielle al morir no es más que un mantra que sintetiza la sutil sensación que acarrea el final de las cosas. Escribir nunca fue otra cosa que luchar contra la negrura; escribir no supone otra cosa que «Nunca [sea] demasiado pronto para hacer las cosas bien».
Andrea Toribio, hispanista y editora