En el oscarizado documental
Inside Job (2010), que denuncia las causas de la crisis financiera de 2008, hay una secuencia que atormenta al espectador. El gran directivo de una firma financiera -relata el filme- acostumbraba a repetir una asombrosa rutina: una vez su limusina lo dejaba delante de la puerta del rascacielos donde tenía el despacho, el sujeto en cuestión tomaba un ascensor exclusivo que lo llevaba 40 pisos arriba directo a su silla de trabajo, sin encontrarse con nadie, sin cruzar palabra con nadie, sin mirar a nadie. Esta desconexión, sugería el documental, era la mejor metáfora de donde se encontraban hoy los superricos en este contexto de globalización: en una atalaya donde los problemas de la gente corriente eran algo remoto, inexistente, ni tan siquiera incómodo, porque la lejanía con esa realidad los situaba en otra órbita, prácticamente en otra galaxia.
La reunión anual del Foro Económico de Davos, a la que muchos de sus asistentes llegan precisamente con aviones de lujo y a través de un ascensor que sube hasta la estación de esquí donde tiene lugar el encuentro, ha simbolizado en las últimas décadas esa desconexión de las élites con los problemas mundanos. Durante años, el Foro Social Mundial de Porto Alegre tuvo la suficiente cobertura mediática como para denunciar que el sistema iba rumbo al desastre: en lo medioambiental (a causa de un modelo de producción y consumo insostenible y no universalizable), en lo social (debido a las crecientes desigualdades constatadas desde la década de los noventa) y en lo democrático (como consecuencia de unas élites financieras con gran capacidad de permear la esfera política). Davos siempre hizo oídos sordos (e incluso cierta mofa) a las alertas que activistas sociales, ONG e incluso organismos internacionales plantearon de manera recurrente. Sólo las voces de algunas
celebrities ejerciendo de filántropos señalaban tibiamente algunas de las contradicciones del sistema.
Los últimos años, sin embargo, han sido testigos de una notable aceleración e intensificación de los tres problemas globales que la humanidad enfrenta en este momento histórico: el cambio climático es una dramática realidad que cae por su propio peso y no un mero pronóstico, las desigualdades están generando un gran malestar en cualquier parte del planeta, y la desafección social se ensancha ante gobiernos incapaces de dar respuestas políticas. Ante este panorama
se diría que Davos ha empezado a manifestar un cierto nerviosismo, incluso momentos de pánico. Los síntomas que antes afectaban al grueso de las poblaciones mundiales pero que quedaban lejos de las élites económicas que configuran este privilegiado Foro, son hoy una realidad que puede derivar en nuevas crisis económicas o en graves protestas y disturbios sociales, hasta el punto que asistimos a un notable resquebrajamiento del orden liberal hasta hace poco incuestionado.
Davos tiene miedo, y es cada vez más consciente de los síntomas de una realidad global que es convulsa, si bien no reconoce su enorme responsabilidad en todo ello. Este desasosiego podría traducirse en diferentes escenarios. El primero es el de “la huida a Marte”, una vez el mundo se convierta en un lugar inhabitable y para esta reducida élite el coger una nave espacial y habitar otros planetas sea la opción más viable. Es el escenario Blackmirror, distópico, poco probable, pero imaginable.
Un segundo escenario es el “lampedusiano”: reconocer los problemas pero no hacer nada substancial para cambiarlos. En Davos, este año Christine Lagarde, directora del FMI, citaba los informes sobre desigualdad de Oxfam (26 personas que cabrían en un minibus poseen más riqueza que el 50% del planeta -3800 millones de personas), o bien los asistentes escuchaban atentos el
desacomplejado discurso del historiador Rutger Bregman sobre la urgencia de regresar a sistemas fiscales verdaderamente progresivos como forma de afrontar las desigualdades. ¿Es este el reflejo de una “nueva conciencia de Davos”? No parece que, al menos a corto plazo, muchos en este selecto club estén dispuestos a cuestionar el modelo de crecimiento actual, la disparidad de ingresos y la precarización del trabajo, o la existencia de paraísos fiscales.
El tercer escenario es el de un “contrato social con carácter global”. Un pacto en el que esta nueva plutocracia financiera global, fruto de la inestabilidad y del creciente conflicto social (el “malestar global” del que habla Chomsky en su último libro), se vea obligada a plantear ajustes hacia arriba, centrados en la redistribución y en una transición ecológica de la economía,
en la línea de lo planteado recientemente por la congresista estadounidense, Alexandra Ocasio Cortez, con la idea del “New Green Deal”. Este es el único escenario globalmente viable y deseable. El desasosiego de Davos debe ser el acicate para reconstruir los contrapoderes globales ante esta exclusiva élite mundial.
Óscar Mateos, profesor de la Facultad de Comunicación y Relaciones Internacionales Blanquerna-URL, miembro del Centro de estudios Cristianismo y Justicia