Uno de los problemas que más corroe las entrañas de España es el frentismo visceral. Facha o rojo, casta o pueblo, del Barça o del Madrid, monárquico o republicano, patriota o separatista… La cuestión es dejar claro por qué escudo luchamos y de paso liberar tensiones, acto nada baladí en un país tan fatalmente sobrado a veces de testosterona. Estamos tan acostumbrados a militar en una idea, que casi sin darnos cuenta etiquetamos al otro como enemigo. Mala cosa, porque el frentismo es un “estás conmigo o contra mí” que imposibilita hacer de las diferencias y los matices, virtud de nuestra sociedad.
Tristemente, algunos políticos y medios de comunicación actúan de guardianes del fuego, señalando a éste y aquél para que quede claro de qué parte está. Puro frentismo en vena. Remueven las brasas para ganar votos o levantar ventas, enconando conflictos que a veces ni existen. La responsabilidad no es solo de ellos, pero como creadores de opinión que son, propagan ideas. Y eso les convierte en personas poderosas capaces de manejar las creencias de los demás, imponiendo los principios fundamentales de las suyas propias.
De la gran mayoría de los políticos de este país no espero casi nada. De los medios de comunicación, que luchen para sacudirse las deudas de encima y se conviertan algún día en un mecanismo real de control del poder, explicando y denunciando hechos, en lugar de ser el escenario de simples batallas de intereses. Porque el frentismo también se alimenta en barras de bar donde la gente repasa los titulares del único periódico disponible -además del Marca-, mientras levanta la vista de vez en cuando para mirar el telediario de siempre. Parece utópico, sí, pero imprescindible si queremos que la democracia y el entendimiento sean más fuertes que el viaje a ninguna parte y la oscuridad del frentismo.
Carles Padró, periodista.